Así debe morir un escritor

Se precipitó al interior del cuarto, sin aliento. Cerró pesadamente la gruesa puerta metálica, y corrió todos los seguros y cadenas: uno, dos, tres, cuatro, cinco. Tomando un poco de aire, volteó hacia el interior; una estancia de techo bajo, con paredes de cemento mal recubiertas de pintura blanca. Sin ventanas, ni ductos de ventilación, ni ningún otro hueco mas que la puerta que yacía sellada a su espalda. En la esquina opuesta, descansaba una pequeña mesa cuadrada con una máquina de escribir, una silla y un costal mediano, relleno de alguna cosa.

El individuo avanzó hacia la mesita apresuradamente, con notoria ansiedad. Escudriñó rápidamente los objetos, pero le pareció no encontrar nada relevante. Tomó asiento, notando que la hoja dentro de la máquina estaba ya llena de letras. No les prestó atención, prefiriendo concentrar su histeria hacia el resto del cuarto.

Pero nada sucedió un buen rato. Ni un sonido, ninguna intermitencia de la luz, nada. Hastiado ya un poco de la extraña situación, retomó su atención al papel y leyó el primer párrafo:

"Durante años fui el confesionario de tus ideas mediocres y tus desabridas vivencias. Qué desperdicio. Pero esta noche ya tuve suficiente, hoy te haré un escritor de verdad, a costa de ti. Aquí comienza el relato de tu muerte; mejor y más importante que tu vida, que tus sueños y el trascender de tu existir, no por la muerte en sí, sino simplemente por el hecho de ser una historia. (No te preocupes, lo entenderás a tiempo). Disfruta entonces tu morir hasta el punto final.
Atentamente: la máquina de escribir."

El cuarto entero comenzó a rechinar, como si la estructura entera fuese un animal gruñendo, amenazador. Después de unos momentos regresó a su dominio el silencio.

"Antes de empezar, regó la harina del costal por todo el cuarto."

- ¿Y si no lo hago? - gritó el desesperado hombre hacia el cuarto vacío. Nadie le respondió. - ¿¡Y si no lo hago!? - El mismo silencio hizo las veces de respuesta. Decidió seguir leyendo, por no llenar el cuarto de harina.

"No me tomes a la ligera, o no te va a gustar la siguiente línea."

El hombre dudó en seguir leyendo... ¿Qué es lo que posiblemente sucedería? El papel ya tenía las letras escritas, no podían cambiarse conforme a lo que él decidiera en tan sólo un instante, y sin embargo... Sin embargo, quizá su destino ya estaba echado, y por ello las letras no necesitaban cambiar; las cosas sucederían por sí mismas, a pesar de él. Aquí no le tocaba escribir... le tocaba actuar. Además (pensó con un poco de sarcasmo) la historia se prometía como la mejor que jamás tendría en sus manos, ¿cierto?

Decidió entonces regar la harina. Lo hizo de manera uniforme, esparciéndola toda desde la esquina de la puerta y hasta terminar en la esquina de la mesita. Tomó el papel nuevamente.

"Ahora sí. Todo comenzó con unos golpes en la puerta."

La lectura fue interrumpida por golpes fuertes y secos sobre el metal. Las bisagras rechinaron, y los cerrojos amenazaron con ceder. Nubes ligeras de humo se desprendieron de la puerta sucia con cada impacto, como si del otro lado se le golpeara a ésta con un ariete.

"Las luces se apagaron, y los cerrojos se corrieron sin que nadie los tocara. Su peor miedo ya pudo cruzar el umbral de la estancia."

El cuarto quedó instantáneamente a oscuras, sin que nada se pudiera distinguir. Los golpes se detuvieron. Solamente se escuchaba la respiración rasposa del hombre. Uno a uno rechinaron los seguros de la puerta, lentamente, sin prisa. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Chillaron las bisagras, rasgando el delgado silencio. El sonido subió de tono, anunciando la llegada de la puerta a la pared.

El hombre contuvo el aliento, abriendo los ojos exageradamente, como si así pudiera mejorar su nula visión. Guardó silencio, intentando descifrar al monstruo que venía a su encuentro. Sonó una pisada dura, fría. Le acompañó otra, y una tercera; apagándose por el efecto de la harina.

Se prendieron las luces. No había nadie. La puerta yacía abierta hacia un pasillo totalmente oscuro, pero ello no era lo que había llamado la atención del hombre. A un metro de la puerta había un marco rectangular muy grande, rodeando un vidrio transparente, parecido a un espejo, el cual no tenía ningún tipo de soporte y sin embargo se erguía perfectamente sobre la harina, la cual se notaba claramente alisada por el arrastre del objeto desde afuera. Pero aún había más. Un número incierto de pisadas lodosas interrumpía la simetría de la harina aplanada por el objeto.

Al parecer alguien había entrado arrastrando el marco enfrente de sí, pero no habían huellas que salieran. Parecía que ese alguien había desvanecido. El hombre no entendía bien por qué, pero sentía cómo se le enchinaba la piel de la espalda. ¿Esto era lo que más temía? ¿Qué era lo que más temía? Bajó la vista al papel.

"Luces intermitentes entre pisadas negras... unas cuantas veces más."

Quedó a oscuras nuevamente. Las pisadas sonaban cada vez más cerca, y ya era distinguible el sonido del marco envidriado arrastrándose por la harinada superficie. Llegó la luz una vez más. El marco ya estaba a medio camino, y las pisadas habían seguido avanzando detrás. Sólo había un juego de ellas, nadie entraba o salía para continuar empujando el apócrifo espejo; al parecer el monstruo debía seguir ahí en la estancia, justo donde las pisadas terminaban pero, ¿por qué no se le veía?

La luz se fue una vez más. El sonido del marco llegó a su rostro y se detuvo. Las pisadas también. El sudor le escurría sobre el rostro. Le temblaba el labio. Decidió cerrar los ojos, había una sensación insoportable en el aire. ¿Qué es lo que le estaba esperando? ¿Cuál era su peor miedo? Por encima de los párpados cerrados notó a la luz encenderse. Abrió los ojos.

El marco se paraba a unos pocos centímetros de él, perfectamente perpendicular, y a través del vidrio podía ver el fondo del cuarto en matices borrosos. Las pisadas enlodadas se detenían frente a él, apenas separados por el cuadro. Contuvo un escalofrío y optó por analizar el marco. Éste se alzaba poco arriba de su cabeza, y si hubiese extendido las manos a los lados le habría podido tomar apenas. Era de madera oscura, sin adornos ni líneas, pero con una apariencia vieja, desgastada. Una sensación peculiar había comenzado a apoderarse de él desde hacía rato, pero no había sido lo suficientemente fuerte como para prestarle atención. Algo entre el miedo y la expectativa, la curiosidad de su propia historia frente a la muerte le llegaba a causar cierto... placer. Sí, ésa era la palabra, Placer.

De repente, la pregunta ya no era si debía seguir leyendo, sino ¿Quería seguir leyendo? Ya no era tan fuerte el temor a morir; ahora el estupor, el morbo, la curiosidad hacia una historia que está a punto de terminar le dominaba. Sí, sí quería acabar de leer, saberse muerto de alguna manera inesperada e increíble, quería saber el final, hacerlo suyo, pero si moría ahora, no iba a poder experimentar completamente esa sensación de Placer. ¡Qué importaba que se muriese! La historia, Su Historia era ahora el foco, su centro de total atención. Miró de reojo el papel, sin enfocar del todo para evitar leer. Faltaban un par de párrafos para el final, así que podía darse el lujo de leer un poco más antes de prepararse. Buscó la siguiente línea con la mirada. Si bien no era lo que esperaba en un principio, esa oración tan sencilla le abrió a un nuevo parámetro.

"Comenzó a tener ideas."

Ideas, ideas, sí. ¡Había tantas maneras de morir, tantas cosas que se le ocurrían que podrían suceder a partir de ahora! Podría envenenarse, o hacerse estallar, o hacer entrar a cualquier abominación que imaginara, o incluso salvarse. ¿Qué se le ocurriría a la máquina de escribir? Porque esto necesitaría un buen final, y estaría muy decepcionado de una muerte sencilla y mediocre. Entonces entendió. La acción o las diversas posibilidades en sí no se le hacían tan abrumadoras, sino más bien la idea de tener algo extremadamente potente a su alcance. El poder, la inmortalidad que alcanza una historia simplemente por serlo, el mensaje metafísico que le encadenaría a la eternidad le hacía dar vueltas la cabeza.

Ya no quería leer su muerte. Quería escribirla. Y tenía total certeza de que aquel final increíble que le rondaba el pensamiento ya estaba escrito a detalle en el papel. Lo dejó sobre la mesa, sin dirigirle una mirada más. Volteó precipitado hacia el marco, lleno de expectativa, el corazón latiendo a su máxima capacidad. Comenzó a narrar.

- La única fuente de luz provenía ahora del vidrio enmarcado, revelando mi creación. - Las luces se apagaron, y el vidrio emanaba una tenue luz verdosa, iluminando apenas una circunferencia estrecha. Entre el ambiente coloreado y encima de las últimas pisadas lodosas apareció un hombre viejo, decrépito y desnudo, lleno de verrugas y manchas oscuras, en evidente estado agónico y moribundo, asumiendo la misma posición corporal que él, como si en verdad existiese una especie de espejo entre ambos hombres. Cuando el escritor se movía, el otro le imitaba en perfecta coordinación.

- Helo aquí, mi peor miedo, la situación que todo hombre debe encarar. Yo debo morir para darle vida a mi creación, y ése es precisamente mi temor más grande: mi desaparición completa. Le seguiría evadiendo la vida entera, pero... es extrañamente maravilloso crear. Soy un adicto, quizá esté loco o simplemente demasiado cuerdo, pero necesito terminarte. Aunque deba forzosamente apostar la vida en ello. -

Alzó un índice para tocar el vidrio, el anciano hizo lo mismo. En el punto de convergencia el viejo atravesó el cristal, haciendo ondear suavemente la superficie, y le tomó por las muñecas. La sensación era increíble, comenzaron a sentirse, a recorrerse mutuamente. ¡Así es como debería morir un escritor, o un escultor, o un concertista; ensimismado, consumido por el objeto que él mismo ha tenido que crear! Puesto que si no se puede renunciar a todo para devorarse a sí mismo, entonces no se ha creado nada realmente. Si no se vacía sobre algo ajeno e independiente, entonces la vida entera carece de sentido, puesto que somos totalmente mortales e intrascendentes dentro de nosotros. ¡Qué maravilla es encontrar la puerta más cerca a nuestra verdadera humanidad!

- Alegre, torpe, sarcástico, subordinado, tozudo, atento, cínico, mentiroso, cariñoso, leal, ignorante, esforzado, estético, narcisista, egoísta, enfermizo, apático, enfocado, risueño, tómame en cuanto soy y rebasa los límites del cielo... -

Poco a poco el viejo dejó de ser del todo viejo; cabello empezó a brotar de su cráneo desgastado, las manchas comenzaron a atenuarse y confundirse con el color original de piel, su postura se irguió y su mirada se coloreó. La piel recordó su antigua tensión. Los músculos resaltaron cada vez más por debajo de la piel. Poco a poco se alzó ante él un joven fornido y de mirada penetrante, más grandioso que ningún otro ser humano jamás. Ropajes azulados y lujosos le cubrían ahora el cuerpo atlético. De alguna manera, su hermoso personaje se parecía muchísimo a él, y sin embargo era totalmente distinto. Era... inmortal.

- ¡Amaneceres desde la cama, olor a café, lluvia detrás de las ventanas empañadas, caminar hacia un encuentro anticipado, comprar cosas nuevas, pasto recién cortado, manejar por una calle agradable, claros de luna inesperados, ejércitos de luciérnagas, regalar flores, bicicletas...! -

El escritor comenzó a envejecer a medida que su cuento tomaba todo de él. Perdió todas las ropas. Encogió la postura, nubló su mirada, perdió el cabello y el porte elegante. Se llenó de manchas y arrugas, y a duras penas conseguía sostenerse en pie mientras acariciaba a su personaje y se vaciaba el alma a palabras. No pudo más y se quedó sin aliento, agonizante. Cayó de boca frente al peculiar espejo, sin meter las manos.

La creación desvió su atención hacia sus propias manos. Les dió vuelta mientras las escrutaba con la mirada. Se vió el cuerpo entero, la línea elegante y pronunciada, los brillantes ropajes. Antes de abandonar el cuarto sopló suavemente hacia su antiguo dueño, y el aire atravesó el vidrio sin esfuerzo. Cuando tocó al escritor, su cuerpo se deshizo como si hubiera estado hecho de arena, y ya no se le pudo diferenciar del resto de la harina regada por todo el cuarto.

Ojalá

Ojalá y no encuentres en él lo que creías que no te he dado.

Ojalá y te arrepientas en el
momento más privado,
que llegue yo a dominar tu mente
entre el deseo de sus manos,
entre su vientre desnudo
y su gemido desesperado.

Ojalá que te coman esta noche los gusanos.

Ojalá y un día vuelvas, cariño mío,
víbora, crisantemo desahuciado.
Ahí seguramente estaré yo; estúpido. Esperando.

(¿Tenías que ser tú a quien más he amado?)
Perdón, corrijo lo dicho, mi vida:
Te aborrezco y te amo,
y ninguna de las dos pero todo lo contrario.

Dios Dos y Espejo

Dios Uno ya era antes de lo primero así que, previo al primer Suspiro, tuvo que autocrearse para existir. Ello es más sencillo de lo que pudiera parecer, ya que todo lo que existe entiende que, para poder existir como tal, es necesario crear a su opuesto antes. De esta manera Dios Uno hizo antes a Dios Dos que a sí mismo, y habiendo hecho tal cosa pudo crearse como tal. Fue así que Dios Dos existió antes que Dios Uno y viceversa.

Si Dios Dos hubiese pensado en la misma creación antes que el otro, entonces este último se llamaría Dios Dos y no Dios Uno, y con tal cosa se demuestra que ni siquiera un nombre puede en sí explicar una buena diferencia entre cosas.

(Los mejores enigmas son tan sencillos que nadie les entiende, ni siquiera cuando se les explica con las mejores palabras).


Lo primero que ambos notaron es que eran totalmente idénticos pero totalmente opuestos, como si uno existiese al otro lado de un espejo sobre el cual el otro se mirara. Se observaron de frente, inmutados, por un tiempo más largo que el mismo tiempo, en medio de todo el vacío. No se perturbó ni un milímetro de vestidura, ni un párpado, ni un respiro. No había nada, y durante mucho todo ello permaneció así. Hasta que ambos, sin aviso previo, alzaron una mano.

Dios Uno alzó la izquierda al mismo tiempo que Dios Dos alzó la derecha; en el mismo ángulo, a la misma altura, con la misma velocidad y al unísono, como si en verdad jugaran a los reflejos con total perfección. Las manos permanecieron ahí, a donde sea que hayan llegado, sin que nada más hubiera cambiado en esas eternidades ininterrumpidas.

En algún momento volvieron lentamente a su lugar inicial, en la misma insoportable igualdad. Más tiempo se le sumó al tiempo, y la eternidad se hizo corta de tanto transcurrir. Entonces fue cuando hubo un parpadeo, idéntico como debía ser. Otro se le sumó, y un tercero terminó con el preludio. Se dibujó una sonrisa sobre ambos, y comenzó el Primer Suspiro.

La Inhalación fue muy simple, al menos en ese momento, dadas las interminables miradas que ambos se habían tomado para pensar en un opuesto al vacío. Habían demasiadas cosas que pensar, pero el proceso se había simplificado en demasía cuando entendieron que la nada no pudo haber estado antes que la creación, ya que el vacío no lo puede estar como tal si está lleno de nada. Al notar que el vacío estaba después de la creación y todo lo contrario, comenzó la Exhalación.

Interminables pensamientos se dispersaron fuera de ambos Dioses, creando todo lo que es. Siempre en inacabable reflejo, uno imitó lo que el otro hacía como si hubiesen sido las dos caras de un espejo infinito, en la coreografía más hermosa jamás. Giros, miradas, manos, saltos y demás movimientos fluidos e inacabables hicieron al Universo, y los Dioses bailaron como nunca jamás lo volverán a hacer.

Pero cada quien tenía su coreografía idéntica y distinta a la vez, y por tanto cada uno de ellos tenía su propia creación, acompañándolos de su respectivo lado del espejo. Una creación era exacta pero distinta de la otra, y de la misma manera enigmática se acomodaban como ambos Dioses, de frente al reflejo del otro, como si se le viera al Universo a través de un espejo. Al final del baile, solamente quedaba una cosa por hacer: al hombre. En el último instante de la coreografía ambos Dioses llevaron el índice de una mano al punto exacto donde su reflejo comenzaba, y en el lugar preciso de contacto, en el epicentro de todo, se le creó. A propósito se le creó en el centro, en el lugar exacto de convergencia entre dos creaciones, en el tacto único de dos Dioses.

El hombre, como ya se ha de adivinar, es la única cosa que no contiene opuesto, ya que no fue creado de ningún lado, sino en el centro exacto de los opuestos, sin pareja, y de ahí es que estemos benditos o condenados a jamás entendernos del todo, puesto que no tendremos nunca un punto de comparación. Los hombres somos el complemento de los opuestos, la solución a lo mutuamente excluyente, el tercer antónimo. Exactamente a la mitad, terminando (sin tener nada que ver) a ambos conceptos contradictorios.

Ambas creaciones siguen existiendo al unísono, pero siempre opuestas. Al hombre, por estar en el centro, se le ha permitido desde siempre vagar a voluntad entre ambos lugares idénticos, y de ahí que el hombre durante su vida encuentre el cielo o el infierno exactamente en "el mismo lugar", bajo circunstancias exactamente iguales.