Desperté de un sueño incómodo con todas las páginas en blanco frente a mí. Sobre un horizonte lejano se arrastraba el día, con el sol viajando a ningún lugar.
Era la arena entre los dientes lo que realmente me molestaba, y la resequedad en las manos. Sobre el suelo estaba mi mesa, y sobre mi mesa los papeles. Vacíos. La silla, impaciente, detrás. Y nada. La casa, el aire, la sombra, y hasta el vaso de cristal se los llevó el desierto. El desierto que llega hasta aquí, cerca, infinito, dominándome.
Continuaba la sequía.
* * * * *
Era la tinta lo que faltaba. Y una buena idea, bendita, para comenzar. Antes las dos me llovían del cielo, y el piso se tornaba negro, glorioso, y las cosas germinaban entre las grietas.
Soy seco, estoy seco, y adentro no tengo nada vivo. ¿Dónde estaba el alma de las palabras, aquellas que realmente nos hacen sentir? Recuerdo cuando inventé el árbol de cerezas, y los dedos de mis pies reventaban la fruta al caminar. ¿Qué quiere más el hombre que encerrarse en un pensamiento, repetir eternamente un segundo, ensimismarse en sus átomos? Si todo se termina, ¿Para qué quiero escribir? ¿Para qué necesito el punto final?
* * * * *
Un tren. Necesito escribir sobre un tren que me lleve lejos de aquí. Ojalá llueva pronto, o encuentre algo con qué pincharme los dedos (se escribe siempre con la sangre punzando en las venas). No tengo ni siquiera pluma, también la enterró el desierto. Eso o escribiré acerca de una pala, para poder desenterrar mis árboles de cerezas. Digamos que puedo crear mi tren; ¿a dónde me llevará...?
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