El sueño de los cien sótanos

Basado en una pesadilla real.

Buena parte de mis sueños "incómodos" se desarrollan en una ciudad que nunca termina, de edificios cuadrados de hormigón y catedrales barrocas que tapan a medias el gris del cielo. Sus calles son rectas e idénticas y albergan mares de gente sin rostro. Es un lugar en el que jamás encuentro mi casa, del que no puedo salir y en el que no puedo nunca descansar. Acracia, le he llamado, el lugar del eterno caos. La ciudad en la que no soy bienvenido.

Mi sueño suele comenzar a mitad de la calle, caminando por la acera. Entonces me reconocen, Es él, mátenlo, y empieza la violenta persecución. Siempre que sueño una ciudad estoy en Acracia, y siempre que estoy ahí no puedo escapar. Siempre corro; acalorado y sucio y herido hasta el amanecer.

Pero una noche todo fue muy distinto. Estaba yo adentro de una enorme basílica de piedra con altísimas bóvedas y largos vitrales de miles de colores, sin contenido de forma. La muchedumbre se aglomeraba a mi alrededor, turisteando. A la distancia se alojaba una amplia fuente labrada con minuciosos detalles. Admiraba yo los vitrales y el elaborado patrón de los techos cuando me llegó el pensamiento más ambivalente puedo tener en un sueño: Estoy soñando. Mierda. ¿Por qué ambivalente? Pues porque cargo conmigo una curiosa ironía; dado que son míos, en mis sueños puedo hacer lo que me plazca... Excepto despertar. Todo menos eso. Nada de salir de aquí, dice la mente, tienes que terminar tus propias historias.

Necio, intenté despertarme sin éxito. Conseguí hacer pucheros, mover los brazos y pegarle a la gente alrededor. Nada sucedió en el mundo real. Necesito salir de aquí, ya sé lo que sigue, vamos, salte, salte, despierta, pero ya era tarde, Ahí está, atrápenlo. Opté entonces por mi segunda opción, cambiar algo en el sueño para ayudarme. Lo que fuera. Sin ideas útiles, comencé a correr.
Enseguida noté un cambio inusual en el sueño. De alguna manera no estaba corriendo hacia algún lado, sino más bien en el tiempo. De hecho, estaba corriendo hacia el principio de mi sueño, y cada cuarto al que yo entraba y salía azarosamente me iba llevando, del final de mi sueño (la basílica) hacia el principio. Empecé a recordar lo que ya había soñado: había un muchacho con periódico en una especie de hacienda al sol, y una reunión elegante en un salón de adornos góticos. Me tendría que encontrar con mi amiga X, recordé entonces, y acto seguido apareció frente a mí. Qué haces aquí me dijo, y solamente le tomé de la mano, No me sueltes, apresúrate porque vienen detrás. Se escucharon disparos, y la masa de gente entró en pánico, creando un caos total. Iba recordando poco a poco la totalidad del sueño, y no me agradaba para nada el rumbo que estaba tomando. Había soñado mi vida entera (o lo que en ese momento creía que era mi vida), y ahora corría por los escenarios de ella en reversa, hacia mi infancia y el primerísimo día.

Llegamos al penúltimo cuarto: era una habitación totalmente cerrada de paredes de piedra negra, con miles de curvas y relieves adornados. Había una pequeña comitiva llorando a una figura de mujer que parecía salir de la pared, como una estatua de obsidiana. No dudé en pensar que era el funeral de mi madre (que en vida real está viva), y por ser el penúltimo cuarto había entonces muerto durante el parto. Ese horrible pensamiento no me aterró en ese momento porque mi atención estaba colocada en otro lado. En verdad no quería entrar a la última estancia. Pero venían detrás, demasiado cerca. Crucé el último umbral.

Era una oficina, una recepción de hotel con adornos modernos y minimalistas. Paredes blancas y alfombra roja. Caoba para los muebles. Aquí hice mi check-in, pensé con una pequeña sonrisa por mi propio ingenio. No había nadie en el mostrador, y el único acceso al cuarto era el que acabábamos de cruzar.

Estamos encerrados, me dijo mi amiga con desesperación. Volteé a verla, encarando la puerta. Enmudecí unos segundos para verla a los ojos. Yo sabía lo que estaba sucediendo, a pesar de nunca haberlo vivido antes. Era mi inconsciente el que estaba moviéndome por el sueño, y nada podía hacer yo para ejercer mi control. Para detenerme de hacer lo que sabía que tendría que hacer. Volver hacia atrás en mi vida me llevaría inevitablemente a mi inconsciente, a mis represiones, mis cimientos. Mis peores miedos. Hay unas escaleras, le dije, detrás de mí. Malditas escaleras, no lo podía haber pensado antes. En sueños anteriores solía aparecerme escaleras, no las de barrotes, sino las que tiene cualquier edificio común y corriente, con paredes y barandales y puertas en cada descanso. Pero ésas eran escaleras iluminadas, con tapetes, por las cuales podía yo escalar hacia arriba en mi sueño y aparecer en donde yo quisiera, como una especie de portal. Éstas escaleras eran distintas. Conducían hacia abajo, muy profundamente en mí.

Vamos, por aquí no pueden seguirnos. Pero no me sueltes por nada del mundo, no quiero perder el recuerdo de ti. Corrimos hacia el fondo del cuarto. Sobre la antes desnuda pared colgaba ahora una cortina oscura, que al correrla descubrió tras de sí unas escaleras de madera podrida. Se veían dos o tres escalones descendentes, y debajo una oscuridad molesta. Escrutante. Entramos, y la pared se selló a nuestras espaldas.

* * * * *

Saqué una linterna del bolsillo. Me disponía a prenderla cuando dudé. No puedo iluminar este lugar libremente, nada aquí abajo debe ver mi luz, ni saber que aquí estoy, o vendrán a devorarme. Si los hago salir no voy a despertar de este sueño, me voy a morir. Escogí mi vida a la de ella, la solté de la mano y, prendiendo la linterna hacia el piso, me llevé rápidamente el índice a los labios. Shh. Luego tapé el foquito con la mano, para iluminar lo mínimo posible.

Admiré la escena, nauseabundo. Había unos ocho o diez escalones entre cada descanso, que envolvían el descenso en una especie de espiral. Cada descanso podía tener una o varias puertas, que muchas veces podían no tener perilla o colgar débilmente de las golpeadas bisagras, mostrando su contenido de tinieblas. Todas estaban numeradas. El número uno me miraba con odio a unos metros de distancia, colgado de una puerta vieja y roída. Al fondo se escuchaba una gotera, haciendo eco desde algún lugar. Los escalones rechinaban ruidosamente, por más esfuerzo que le imputara a mis piernas, y el ambiente comenzó a llenarse de un zumbido sordo, de una respiración forzada hecha sobre los oídos, como un soplo.

Comencé a bajar lentamente, ánimo, hasta el fondo debe haber una salida a esto, un claro iluminado y caliente. Intenté pensar en cosas felices, alegres, y poner en blanco mi mente en lo que recorría mi peor trayecto. Recordé a mi amiga, di la media vuelta. Pero ya era tarde. Estaba solo. Los de arriba ya sabían que alguien estaba por aquí. Apreté el paso en mi infierno. Número veinte, la gotera se aceleraba, las paredes comenzaban a descomponerse y agrietarse, el papel tapiz se había caído en algunos puntos, cincuenta, comenzó a llorar un bebé, cerca. Cada vez que parecía acercarme a su sonido, esperando lo peor, el bebé se iba más y más adentro, o por encima de mí. Sus gritos sólo iban a atraer más innombrables. No, no pienses en ellos, no digas sus nombres aquí. No ves que el niño llora con demasiada exactitud, seguramente el llanto lo hacen ellos. Estaban jugando conmigo, sólo era cuestión de tiempo, de paciencia rota, setenta, barandales desgarrados y paredes con marcas de arañazos. Resiste, Carlos, tiene que faltar menos, haz menos ruido porque los escalones gritan, rechinan. Las risas, comenzaron las risas por encima de mí, ciento diez, manchas de sangre decoraban violentamente las perillas y paredes. Ya habían murmullos detrás de las puertas desvencijadas. Ansiosas por ceder. Las perillas giraban con agresividad, queriéndome enseñar lo que escondían detrás. Jamás abrí una sola puerta. Mis manos temblaban, sacudiendo la linterna, amenazándome con mostrar mi posición. Por eso no atacan, no ven la luz, no se las puedo enseñar. No podía detener mis lágrimas y mi ligerísimo chillido. Comenzó a oler a humedad. El zumbido me saturó los oídos, y la oscuridad se hizo cada vez más pesada, como si se tratara realmente de carencia más que de oscuridad. Ahí ni siquiera había oscuridad, no había nada, todo estaba muerto. Mi vista comenzó a nublarse, ni siquiera la luz podía atravesar a la carencia, ciento cuarenta, los gritos se escuchaban demasiado fuerte, cada vez más y más cerca. Llegué al final del camino.

Las escaleras continuaban todavía hacia abajo, pero el camino se obstruía, inundado completamente. La gotera sonaba sobre mis pies. Los gritos estaban sobre mi cabeza, el bebé estaba ahí en los escalones, a unos metros, pero no podía verlo. Los murmullos, la luz de la linterna ya no alumbraba nada, a pesar de que la había destapado hacía mucho. Más cerca, más cerca, ya estaban a la vuelta del barandal. Escuché a las puertas desempotrarse. Y me di cuenta entonces, todos los sonidos venían de mi boca. Todas las puertas las había sacudido yo en mi camino.

Desperté.

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