Caí en tus manos suavemente, igual que al deshacerme en el reloj de arena. Y sentí que nadie nunca quiso nada más.
¿Has visto el umbral paralelo, el túnel que conduce a la habitación de tu sueño? Andas por ahí siempre distraída, te he visto cuando mis ojos, sin mí, te buscan. Eres y apenas un detalle mínimo, imperceptible, como un contorno irregular del techo buscando ser grande.
Lo siento, soy esa promesa que reside entre el anillo y el dedo anular. No soy tus manos siempre, sólo a veces, cuando sientes. También fui esas doscientas mil luces de Navidad. Estoy aquí, soy tu piel, mírame, estoy vivo. Soy tu sed que no termina, tu fuga de notas cuando te entregas a tu cuerpo. Soy tu pensamiento en la oscuridad.
Suéltame, desátame. A diario muero en silencios, amordazado, en personas que nadie recordará. Y en los panteones sólo tengo alcatraces y recuerdos. Así que acércate, tómalo, vacíalo de labio a labio. No quieran salvarse, están atados entre sí y yo soy como la cuerda: Los dos son totalmente míos.
Sueños esteparios
Reciben los ojos a la noche, escrutando indefinidamente la respuesta del techo amordazado. No está el sueño, se ha ido, no lo encuentro en ningún lugar. Será del viento, de ese aire triste y furioso que recorre estos páramos, en busca de miradas ausentes y miedos frescos. O del viejo colchón, nada sé.
Suena el silbato del tren, cerca. Entre las casas y patios, avanza desfigurando calles. Pero despierta sólo a los recién llegados, a nadie le importa ya. Sigue y recorre la ciudad, arrastrando piezas y metales, semillas y esperanzas hacia el mar. Hoy había una foto antigua, grande, pegada a la pared. Tu abuelo nació en ese año, me dijo, y ahí donde la urbe se yergue presumida sobraba una inmensidad de pastos para sembrar. Arado, vacas y el obispado en la distancia. Nada más.
¿Qué hay de ti, abuelo, qué te queda a los ochenta y tantos, qué hay aún en el mundo que sea tuyo de verdad? Murió, muere la vida cada día contigo y se separa de la realidad, y ya se te ven holgadas las paredes de la gran ciudad. Pero también muere mi mundo conmigo, y todo lo que fue o será me raspará la piel, ajeno a mi talla, arrastrándome también hacia el agua de sal.
Llega otro tren, gritando para que nadie lo escuche, pidiendo que no nos arrastre también. Y el sueño besa las paredes, buscándome respuestas para ese palpitar, para esa dulce y tierna cosa mía a la que tanto me aferro.
Suena el silbato del tren, cerca. Entre las casas y patios, avanza desfigurando calles. Pero despierta sólo a los recién llegados, a nadie le importa ya. Sigue y recorre la ciudad, arrastrando piezas y metales, semillas y esperanzas hacia el mar. Hoy había una foto antigua, grande, pegada a la pared. Tu abuelo nació en ese año, me dijo, y ahí donde la urbe se yergue presumida sobraba una inmensidad de pastos para sembrar. Arado, vacas y el obispado en la distancia. Nada más.
¿Qué hay de ti, abuelo, qué te queda a los ochenta y tantos, qué hay aún en el mundo que sea tuyo de verdad? Murió, muere la vida cada día contigo y se separa de la realidad, y ya se te ven holgadas las paredes de la gran ciudad. Pero también muere mi mundo conmigo, y todo lo que fue o será me raspará la piel, ajeno a mi talla, arrastrándome también hacia el agua de sal.
Llega otro tren, gritando para que nadie lo escuche, pidiendo que no nos arrastre también. Y el sueño besa las paredes, buscándome respuestas para ese palpitar, para esa dulce y tierna cosa mía a la que tanto me aferro.
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