Reciben los ojos a la noche, escrutando indefinidamente la respuesta del techo amordazado. No está el sueño, se ha ido, no lo encuentro en ningún lugar. Será del viento, de ese aire triste y furioso que recorre estos páramos, en busca de miradas ausentes y miedos frescos. O del viejo colchón, nada sé.
Suena el silbato del tren, cerca. Entre las casas y patios, avanza desfigurando calles. Pero despierta sólo a los recién llegados, a nadie le importa ya. Sigue y recorre la ciudad, arrastrando piezas y metales, semillas y esperanzas hacia el mar. Hoy había una foto antigua, grande, pegada a la pared. Tu abuelo nació en ese año, me dijo, y ahí donde la urbe se yergue presumida sobraba una inmensidad de pastos para sembrar. Arado, vacas y el obispado en la distancia. Nada más.
¿Qué hay de ti, abuelo, qué te queda a los ochenta y tantos, qué hay aún en el mundo que sea tuyo de verdad? Murió, muere la vida cada día contigo y se separa de la realidad, y ya se te ven holgadas las paredes de la gran ciudad. Pero también muere mi mundo conmigo, y todo lo que fue o será me raspará la piel, ajeno a mi talla, arrastrándome también hacia el agua de sal.
Llega otro tren, gritando para que nadie lo escuche, pidiendo que no nos arrastre también. Y el sueño besa las paredes, buscándome respuestas para ese palpitar, para esa dulce y tierna cosa mía a la que tanto me aferro.
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