Ya sé cómo eres, piel de arena. Al sol sabes a sal, del cuello al costado; y tu aroma de luz de luna hace infusión de canela y rosas, pronunciando tu nombre al frío.
Tu nombre. Te voy a llamar Andrea y Alejandra y Sofía. Y Gabriela, todo al mismo tiempo. Mirada serena y pensativa, guardada, de colores azul, verde y castaño, Helena. En el mismo ojo, a un mismo compás.
Carlota, desataré el detalle oculto de tu piel (hay tanto que encontrar en tu suavidad, Mónica, para la escasa distancia de tu cuerpo). Tu potencial, aguardando sobre el tiempo que entreveo desdoblado. Lléname. Hazme derramar, Abril, Aída.
Te hice en mi cabeza María, ¿y ahora qué? Carezco de tu inesperada sinergia, te resistes a mis manos con tu piel de arena. Almendros, almendras, almendros. Uno no sucede al otro, Ariadna, y tú no apareces. Materialízate, que estoy solo, y necesito amontonarme, a tus labios pronunciarles el secreto de tu nombre que no sé.
Alba
Me sentí como el lugar último
en donde descansa la luz dentro del ojo.
Largas hebras de claridad,
rincones eternos de tejido
para dormitar.
Besó a mis ojos tu mirada,
tu mirada penetrando hasta mi centro.
Agridulce y descafeinada,
flor mía,
labio redondo y tierno.
Se repitió el alba a pesar
del sol a la mitad del cielo.
(Quizá sucedió aquí, entre las costillas, adentro)
Limpios y continuos segmentos
de tu mañana
trazando soles en mi firmamento.
en donde descansa la luz dentro del ojo.
Largas hebras de claridad,
rincones eternos de tejido
para dormitar.
Besó a mis ojos tu mirada,
tu mirada penetrando hasta mi centro.
Agridulce y descafeinada,
flor mía,
labio redondo y tierno.
Se repitió el alba a pesar
del sol a la mitad del cielo.
(Quizá sucedió aquí, entre las costillas, adentro)
Limpios y continuos segmentos
de tu mañana
trazando soles en mi firmamento.
El sueño de Mamá Inés
Asústate como yo. Historia de un sueño real.
Era una carretera limpia a mitad de un día con perfecto sol. Alguien me acompañaba, no sé quién. Quizá éramos varios, no lo recuerdo del todo bien. Pero eso sí, íbamos a pie, caminando a mitad de la carretera. Seguíamos a una especie de comitiva, éramos parte de una gran cantidad de gente que abarcaba el camino entero. A los lados, suspiraban montes con árboles amigables y extensos pastos.
Caminamos bastante tiempo, pero en verdad horas enteras, hasta que la carretera desembocó en las afueras de un poblado. La interminable muchedumbre se difuminó entre las calles secundarias a medida que avanzábamos por la avenida principal, a la vista de locales amistosos y coloridos, que daban la impresión de un pueblo lleno de júbilo. Objetos de todo tipo adornaban las paredes y cableados. Pero algo no terminaba de cuadrar.
Los camellones eran tan anchos como el asfalto por donde circulaban los automóviles y carruajes, mas el espacio destinado a los transeúntes se reducía a un estrecho corredor en el lado interno del camellón. El espacio restante sobre la acera estaba forrado de ataúdes, dispuestos de manera perpendicular a la avenida. Ataúdes amontonados, de todo tipo de colores y formas, algunos incluso con lápidas, cruces u otros adornos para la cabecera. Ataúdes sin tapa, ni cristales. Llenos de gente muerta.
La escena me provocó una sensación rarísima, indescriptible. Había encontrado el refugio último de todos los muertos. Entusiasmado, me dediqué a mirar, hambriento, a todos los difuntos que dormitaban al aire libre. Todos vestían elegantemente, ya fuera de etiqueta o con atuendos típicos, saturados de color y textura. Adornos para el cabello, peinados elegantes, espejuelos, abanicos, pañuelos. Incluso los nombres se construían majestuosos, y hablaban de tiempos olvidados. Leía y admiraba todo cuanto pude, encantado de darme cuenta que ninguno de ellos se había echado a perder. Por el contrario, su intacto semblante desbordaba el féretro, como si intentasen volver a la vida. Quizá ello era el Mictlán, o el Edén.
Llegué a una tumba blanca, leí el nombre. Y, aunque no conocía a su ocupante, sabía que había llegado a mi destino.
Era una mujer morena, de baja estatura y cabello negro recogido. Sus rasgos indígenas manifestaban cariño y experiencia, y sus ropas blancas con motivos púrpuras le daban un aire de pureza. Me aproximé sin mesura a su rostro, para poderle ver entreabrir los ojos. Volteó ágilmente de reojo hacia la demás gente y, al no encontrar nada inusual, se incorporó lentamente de su lecho, hasta que pudo pararse fuera de él.
-No me conoces, soy la madre de tu bisabuela Conchita, ¿cómo has estado? Mira, te compré un par de tamales de los que te gustan, te he estado esperando, ten, toma. Ahora sí, cuéntame hijo, ¿cómo vas en la universidad?
Su plática era sencilla y agradable, hablar con ella era tan fácil como asomarse al fondo de un río. Algo encontraba de familiar en sus gestos y su mirada amorosa. Procuraba, eso era. Procuraba. Acepté su invitación a conversar sin dudarlo un instante, abriéndole por entero mi corazón ahí mismo, sentados sobre el borde del ataúd. Le conté de mi escuela, del deporte, de cómo estaban los miembros de mi familia y de cómo me sentía en mi vida personal. Escuché anécdotas y consejos al por mayor, recibí regalos y alimentos. Platicamos un lapso parecido a la eternidad. En algún momento pasó un carruaje distinto, de color oscuro, y Mamá Inés volvió rápidamente a su lugar, Nadie puede verme viva dijo, a los ojos de todos los demás yo debo estar muerta. El carruaje misterioso pasó, y pudimos reanudar la interminable plática.
No recuerdo el final del sueño.
* * * * *
(una vez despierto)
Resultó ser la abuela de mi bisabuela, pero se convirtió en Mamá Inés cuando Conchita quedó huérfana y a su cuidado. Me sorprendió confirmar que sí era de características indígenas, al contrario de toda su descendencia, ya que en un principio me había parecido lógico soñarla con rasgos similares a los nuestros. Jamás había visto u oído absolutamente nada acerca de Inés de la Mota. Y sin embargo ahí estaba, idéntica, en las fotografías blanco y negro que le pedí a mi abuela...
Era una carretera limpia a mitad de un día con perfecto sol. Alguien me acompañaba, no sé quién. Quizá éramos varios, no lo recuerdo del todo bien. Pero eso sí, íbamos a pie, caminando a mitad de la carretera. Seguíamos a una especie de comitiva, éramos parte de una gran cantidad de gente que abarcaba el camino entero. A los lados, suspiraban montes con árboles amigables y extensos pastos.
Caminamos bastante tiempo, pero en verdad horas enteras, hasta que la carretera desembocó en las afueras de un poblado. La interminable muchedumbre se difuminó entre las calles secundarias a medida que avanzábamos por la avenida principal, a la vista de locales amistosos y coloridos, que daban la impresión de un pueblo lleno de júbilo. Objetos de todo tipo adornaban las paredes y cableados. Pero algo no terminaba de cuadrar.
Los camellones eran tan anchos como el asfalto por donde circulaban los automóviles y carruajes, mas el espacio destinado a los transeúntes se reducía a un estrecho corredor en el lado interno del camellón. El espacio restante sobre la acera estaba forrado de ataúdes, dispuestos de manera perpendicular a la avenida. Ataúdes amontonados, de todo tipo de colores y formas, algunos incluso con lápidas, cruces u otros adornos para la cabecera. Ataúdes sin tapa, ni cristales. Llenos de gente muerta.
La escena me provocó una sensación rarísima, indescriptible. Había encontrado el refugio último de todos los muertos. Entusiasmado, me dediqué a mirar, hambriento, a todos los difuntos que dormitaban al aire libre. Todos vestían elegantemente, ya fuera de etiqueta o con atuendos típicos, saturados de color y textura. Adornos para el cabello, peinados elegantes, espejuelos, abanicos, pañuelos. Incluso los nombres se construían majestuosos, y hablaban de tiempos olvidados. Leía y admiraba todo cuanto pude, encantado de darme cuenta que ninguno de ellos se había echado a perder. Por el contrario, su intacto semblante desbordaba el féretro, como si intentasen volver a la vida. Quizá ello era el Mictlán, o el Edén.
Llegué a una tumba blanca, leí el nombre. Y, aunque no conocía a su ocupante, sabía que había llegado a mi destino.
Era una mujer morena, de baja estatura y cabello negro recogido. Sus rasgos indígenas manifestaban cariño y experiencia, y sus ropas blancas con motivos púrpuras le daban un aire de pureza. Me aproximé sin mesura a su rostro, para poderle ver entreabrir los ojos. Volteó ágilmente de reojo hacia la demás gente y, al no encontrar nada inusual, se incorporó lentamente de su lecho, hasta que pudo pararse fuera de él.
-No me conoces, soy la madre de tu bisabuela Conchita, ¿cómo has estado? Mira, te compré un par de tamales de los que te gustan, te he estado esperando, ten, toma. Ahora sí, cuéntame hijo, ¿cómo vas en la universidad?
Su plática era sencilla y agradable, hablar con ella era tan fácil como asomarse al fondo de un río. Algo encontraba de familiar en sus gestos y su mirada amorosa. Procuraba, eso era. Procuraba. Acepté su invitación a conversar sin dudarlo un instante, abriéndole por entero mi corazón ahí mismo, sentados sobre el borde del ataúd. Le conté de mi escuela, del deporte, de cómo estaban los miembros de mi familia y de cómo me sentía en mi vida personal. Escuché anécdotas y consejos al por mayor, recibí regalos y alimentos. Platicamos un lapso parecido a la eternidad. En algún momento pasó un carruaje distinto, de color oscuro, y Mamá Inés volvió rápidamente a su lugar, Nadie puede verme viva dijo, a los ojos de todos los demás yo debo estar muerta. El carruaje misterioso pasó, y pudimos reanudar la interminable plática.
No recuerdo el final del sueño.
* * * * *
(una vez despierto)
Resultó ser la abuela de mi bisabuela, pero se convirtió en Mamá Inés cuando Conchita quedó huérfana y a su cuidado. Me sorprendió confirmar que sí era de características indígenas, al contrario de toda su descendencia, ya que en un principio me había parecido lógico soñarla con rasgos similares a los nuestros. Jamás había visto u oído absolutamente nada acerca de Inés de la Mota. Y sin embargo ahí estaba, idéntica, en las fotografías blanco y negro que le pedí a mi abuela...
Lapso autista
Pensé que eras una cúpula, pero solamente eres azul, querida Azul. En días ya empolvados fuiste para mí un lienzo, una manta esparcida a lo largo del cielo. Un lugar que se puede pisar. Pero ya no, te he encontrado carente de forma y materia, eres nada, como el aire, translúcido mar. Te miro y te miro, te descifro hasta mi cansancio y sólo sé que eres Azul como nadie más. ¿En dónde se posa tu azul, Azul? ¿En dónde es que estás?
* * * * *
¿Sobre mí qué hay, Azul? Confiaba en que estuvieras tú encima, pero hoy aguardé la partida del sol. ¿A dónde te fuiste? Sangraste el mundo superior, y luego te suplió tu manchón de tinta negra. A lo lejos viajan estrellas, y la nada del espacio exterior. ¿En dónde quedó tu matiz indivisible, tu estado inamovible, innato y azul? Alguien me dijo alguna vez que sólo hay aire invisible y, afuera, el negro espacio acarreando luz. Eso es lo que hay, y sin embargo te cuelas formándote de ninguna cosa azul, y creas el azulado (y a-su-lado) del cielo. Allá arriba siempre se debería ver la oscuridad y los suspiros de las estrellas, no tienes una repisa en la cual descansar, Azul. No tienes hogar.
* * * * *
Sobre el tiempo también mutas a los demás colores, pero tu faz es el azul, Azul. Nubes múltiples suelen darte la ilusión de tangibilidad, pero ellas también repiten mis dudas entre vapor. Has de ser el pensar del sol, y en su compañía te haces realidad. Sabrás ahora, Azul, que las cosas esconden su singularidad, y bajo su máscara el secreto espera. Pero tú no, tú eres, simplemente el color Azul. Y nada más.
* * * * *
Azul, Azul, Azul; te voy a repetir hasta no saber nada más. Te voy a mirar hasta conseguir ese reflejo de tu sencilla honestidad, tu desnudez, tu sensualidad. Para ver si entonces puedo observar lo mismo en mí, y esconderme junto contigo, por debajo y sobre el mar. Azul, Azul, haz mi alma color azul, y abandóname en algún lugar; dámelo todo para echarse a perder, y algo sumamente especial. Algo que querer, y todo con caducidad. Azul, dame ojos color azul, y enséñame a mirar.
* * * * *
Todas las cosas esconden su pensar, su secreto más íntimo. Pero eso no sucede contigo, eres absolutamente esencial, eres azul y no tienes nada más, ni cuerpo ni alma, ni pasado. Eres idéntica a como serás. ¡Qué dicha ha de ser alcanzar tu destino, convertirme en hombre, y nada más!
* * * * *
¿Sobre mí qué hay, Azul? Confiaba en que estuvieras tú encima, pero hoy aguardé la partida del sol. ¿A dónde te fuiste? Sangraste el mundo superior, y luego te suplió tu manchón de tinta negra. A lo lejos viajan estrellas, y la nada del espacio exterior. ¿En dónde quedó tu matiz indivisible, tu estado inamovible, innato y azul? Alguien me dijo alguna vez que sólo hay aire invisible y, afuera, el negro espacio acarreando luz. Eso es lo que hay, y sin embargo te cuelas formándote de ninguna cosa azul, y creas el azulado (y a-su-lado) del cielo. Allá arriba siempre se debería ver la oscuridad y los suspiros de las estrellas, no tienes una repisa en la cual descansar, Azul. No tienes hogar.
* * * * *
Sobre el tiempo también mutas a los demás colores, pero tu faz es el azul, Azul. Nubes múltiples suelen darte la ilusión de tangibilidad, pero ellas también repiten mis dudas entre vapor. Has de ser el pensar del sol, y en su compañía te haces realidad. Sabrás ahora, Azul, que las cosas esconden su singularidad, y bajo su máscara el secreto espera. Pero tú no, tú eres, simplemente el color Azul. Y nada más.
* * * * *
Azul, Azul, Azul; te voy a repetir hasta no saber nada más. Te voy a mirar hasta conseguir ese reflejo de tu sencilla honestidad, tu desnudez, tu sensualidad. Para ver si entonces puedo observar lo mismo en mí, y esconderme junto contigo, por debajo y sobre el mar. Azul, Azul, haz mi alma color azul, y abandóname en algún lugar; dámelo todo para echarse a perder, y algo sumamente especial. Algo que querer, y todo con caducidad. Azul, dame ojos color azul, y enséñame a mirar.
* * * * *
Todas las cosas esconden su pensar, su secreto más íntimo. Pero eso no sucede contigo, eres absolutamente esencial, eres azul y no tienes nada más, ni cuerpo ni alma, ni pasado. Eres idéntica a como serás. ¡Qué dicha ha de ser alcanzar tu destino, convertirme en hombre, y nada más!
El sueño de la muñeca
(basado en un sueño real).
Le hacía el amor a una muñeca de ojos de cristal y rizos dorados. A pesar de que era pequeña, su forma se adecuaba extrañamente a mi tamaño, y el cuarto en penumbra jugaba también a doblarse y desdoblarse, distorsionando sombras y objetos en repisas. Las formas eran inconsistentes, y la muñeca me acariciaba con un tremendo esfuerzo, como si su esencia plástica le presentara resistencia a su espontánea vida. Las demás muñecas la envidiaban, estáticas, desde los estantes. La amaba entre el extraño y débil brillo de nuestros cuerpos, que daban la única fuente de luz. Todo daba vueltas, y yo le hacía el amor (pacientemente) a una muñeca. Con ojos que se resistían a ser de cristal.
Pasó la escena, terminó, se cambió en un instante. Ahora estaba con una mujer de verdad, del tamaño correcto y con movimientos fluidos, sin resistencias ni cristal. De cabello negro liso, viva, entera, de carne pulsando entre mis manos.
Sabía a lo que venía, la vi avanzando hacia nosotros, entre la turbulencia del cuarto. La penumbra del cuarto se acentuó, amenazante. (No hay peor venganza que la de un juguete). Tomó a la mujer por detrás, le puso las pequeñas manos sobre el cuello, y la asfixió lentamente.
Ninguno de los dos hizo nada por detenerla, no nos fijamos, no nos importó en lo más mínimo, estábamos demasiado ensimismados. La mujer se ahogó sin cambiar siquiera un gesto, una caricia. Y yo tampoco cambié nada. Tras morir, cayó en algún lado de la cama, y yo continué con la mirada perdida en el techo, culpa de su sobredosis corporal. La muñeca ascendió a mi mirada, y entonces me ahogó a mí, sin prisas. Opté por mirarla a los ojos y dejar las manos a los costados, y no hacer nada. Estaba demasiado extasiado. En ese espacio brevísimo entre dos muertes, la muerte chiquita y la muerte real, no podría llamarle a esto una pesadilla. Puedo decir que lo disfruté, me gustó. Lo haría de nuevo.
Le hacía el amor a una muñeca de ojos de cristal y rizos dorados. A pesar de que era pequeña, su forma se adecuaba extrañamente a mi tamaño, y el cuarto en penumbra jugaba también a doblarse y desdoblarse, distorsionando sombras y objetos en repisas. Las formas eran inconsistentes, y la muñeca me acariciaba con un tremendo esfuerzo, como si su esencia plástica le presentara resistencia a su espontánea vida. Las demás muñecas la envidiaban, estáticas, desde los estantes. La amaba entre el extraño y débil brillo de nuestros cuerpos, que daban la única fuente de luz. Todo daba vueltas, y yo le hacía el amor (pacientemente) a una muñeca. Con ojos que se resistían a ser de cristal.
Pasó la escena, terminó, se cambió en un instante. Ahora estaba con una mujer de verdad, del tamaño correcto y con movimientos fluidos, sin resistencias ni cristal. De cabello negro liso, viva, entera, de carne pulsando entre mis manos.
Sabía a lo que venía, la vi avanzando hacia nosotros, entre la turbulencia del cuarto. La penumbra del cuarto se acentuó, amenazante. (No hay peor venganza que la de un juguete). Tomó a la mujer por detrás, le puso las pequeñas manos sobre el cuello, y la asfixió lentamente.
Ninguno de los dos hizo nada por detenerla, no nos fijamos, no nos importó en lo más mínimo, estábamos demasiado ensimismados. La mujer se ahogó sin cambiar siquiera un gesto, una caricia. Y yo tampoco cambié nada. Tras morir, cayó en algún lado de la cama, y yo continué con la mirada perdida en el techo, culpa de su sobredosis corporal. La muñeca ascendió a mi mirada, y entonces me ahogó a mí, sin prisas. Opté por mirarla a los ojos y dejar las manos a los costados, y no hacer nada. Estaba demasiado extasiado. En ese espacio brevísimo entre dos muertes, la muerte chiquita y la muerte real, no podría llamarle a esto una pesadilla. Puedo decir que lo disfruté, me gustó. Lo haría de nuevo.
Hay un lugar...
Hay un lugar cerca de aquí
donde salen a jugar, de noche,
las luciérnagas.
Te voy a llevar
para que veas
que nada brilla como tus ojos.
donde salen a jugar, de noche,
las luciérnagas.
Te voy a llevar
para que veas
que nada brilla como tus ojos.
Aniversario
Qué bicentenario ni qué nada. Este mes cumple un año el blog!! :) Próximamente, el tag de mis publicaciones favoritas...
Y por supuesto, nunca sobran las gracias a ustedes.
(Grabadora con aplausos, y flashes de colores).
Y por supuesto, nunca sobran las gracias a ustedes.
(Grabadora con aplausos, y flashes de colores).
Álgebra sencilla
Uno y uno, dos.
Dos y uno, tres.
Tres para trece, diez.
Ahora bien,
uno ochenta,
cabello oscuro,
simpático, irónico,
y todo puesto al revés.
Mi respuesta se complica...
Dos y uno, tres.
Tres para trece, diez.
Ahora bien,
uno ochenta,
cabello oscuro,
simpático, irónico,
y todo puesto al revés.
Mi respuesta se complica...
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