(basado en un sueño real).
Le hacía el amor a una muñeca de ojos de cristal y rizos dorados. A pesar de que era pequeña, su forma se adecuaba extrañamente a mi tamaño, y el cuarto en penumbra jugaba también a doblarse y desdoblarse, distorsionando sombras y objetos en repisas. Las formas eran inconsistentes, y la muñeca me acariciaba con un tremendo esfuerzo, como si su esencia plástica le presentara resistencia a su espontánea vida. Las demás muñecas la envidiaban, estáticas, desde los estantes. La amaba entre el extraño y débil brillo de nuestros cuerpos, que daban la única fuente de luz. Todo daba vueltas, y yo le hacía el amor (pacientemente) a una muñeca. Con ojos que se resistían a ser de cristal.
Pasó la escena, terminó, se cambió en un instante. Ahora estaba con una mujer de verdad, del tamaño correcto y con movimientos fluidos, sin resistencias ni cristal. De cabello negro liso, viva, entera, de carne pulsando entre mis manos.
Sabía a lo que venía, la vi avanzando hacia nosotros, entre la turbulencia del cuarto. La penumbra del cuarto se acentuó, amenazante. (No hay peor venganza que la de un juguete). Tomó a la mujer por detrás, le puso las pequeñas manos sobre el cuello, y la asfixió lentamente.
Ninguno de los dos hizo nada por detenerla, no nos fijamos, no nos importó en lo más mínimo, estábamos demasiado ensimismados. La mujer se ahogó sin cambiar siquiera un gesto, una caricia. Y yo tampoco cambié nada. Tras morir, cayó en algún lado de la cama, y yo continué con la mirada perdida en el techo, culpa de su sobredosis corporal. La muñeca ascendió a mi mirada, y entonces me ahogó a mí, sin prisas. Opté por mirarla a los ojos y dejar las manos a los costados, y no hacer nada. Estaba demasiado extasiado. En ese espacio brevísimo entre dos muertes, la muerte chiquita y la muerte real, no podría llamarle a esto una pesadilla. Puedo decir que lo disfruté, me gustó. Lo haría de nuevo.
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