El sueño de Mamá Inés

Asústate como yo. Historia de un sueño real.

Era una carretera limpia a mitad de un día con perfecto sol. Alguien me acompañaba, no sé quién. Quizá éramos varios, no lo recuerdo del todo bien. Pero eso sí, íbamos a pie, caminando a mitad de la carretera. Seguíamos a una especie de comitiva, éramos parte de una gran cantidad de gente que abarcaba el camino entero. A los lados, suspiraban montes con árboles amigables y extensos pastos.

Caminamos bastante tiempo, pero en verdad horas enteras, hasta que la carretera desembocó en las afueras de un poblado. La interminable muchedumbre se difuminó entre las calles secundarias a medida que avanzábamos por la avenida principal, a la vista de locales amistosos y coloridos, que daban la impresión de un pueblo lleno de júbilo. Objetos de todo tipo adornaban las paredes y cableados. Pero algo no terminaba de cuadrar.

Los camellones eran tan anchos como el asfalto por donde circulaban los automóviles y carruajes, mas el espacio destinado a los transeúntes se reducía a un estrecho corredor en el lado interno del camellón. El espacio restante sobre la acera estaba forrado de ataúdes, dispuestos de manera perpendicular a la avenida. Ataúdes amontonados, de todo tipo de colores y formas, algunos incluso con lápidas, cruces u otros adornos para la cabecera. Ataúdes sin tapa, ni cristales. Llenos de gente muerta.

La escena me provocó una sensación rarísima, indescriptible. Había encontrado el refugio último de todos los muertos. Entusiasmado, me dediqué a mirar, hambriento, a todos los difuntos que dormitaban al aire libre. Todos vestían elegantemente, ya fuera de etiqueta o con atuendos típicos, saturados de color y textura. Adornos para el cabello, peinados elegantes, espejuelos, abanicos, pañuelos. Incluso los nombres se construían majestuosos, y hablaban de tiempos olvidados. Leía y admiraba todo cuanto pude, encantado de darme cuenta que ninguno de ellos se había echado a perder. Por el contrario, su intacto semblante desbordaba el féretro, como si intentasen volver a la vida. Quizá ello era el Mictlán, o el Edén.

Llegué a una tumba blanca, leí el nombre. Y, aunque no conocía a su ocupante, sabía que había llegado a mi destino.

Era una mujer morena, de baja estatura y cabello negro recogido. Sus rasgos indígenas manifestaban cariño y experiencia, y sus ropas blancas con motivos púrpuras le daban un aire de pureza. Me aproximé sin mesura a su rostro, para poderle ver entreabrir los ojos. Volteó ágilmente de reojo hacia la demás gente y, al no encontrar nada inusual, se incorporó lentamente de su lecho, hasta que pudo pararse fuera de él.

-No me conoces, soy la madre de tu bisabuela Conchita, ¿cómo has estado? Mira, te compré un par de tamales de los que te gustan, te he estado esperando, ten, toma. Ahora sí, cuéntame hijo, ¿cómo vas en la universidad?

Su plática era sencilla y agradable, hablar con ella era tan fácil como asomarse al fondo de un río. Algo encontraba de familiar en sus gestos y su mirada amorosa. Procuraba, eso era. Procuraba. Acepté su invitación a conversar sin dudarlo un instante, abriéndole por entero mi corazón ahí mismo, sentados sobre el borde del ataúd. Le conté de mi escuela, del deporte, de cómo estaban los miembros de mi familia y de cómo me sentía en mi vida personal. Escuché anécdotas y consejos al por mayor, recibí regalos y alimentos. Platicamos un lapso parecido a la eternidad. En algún momento pasó un carruaje distinto, de color oscuro, y Mamá Inés volvió rápidamente a su lugar, Nadie puede verme viva dijo, a los ojos de todos los demás yo debo estar muerta. El carruaje misterioso pasó, y pudimos reanudar la interminable plática.

No recuerdo el final del sueño.

* * * * *

(una vez despierto)
Resultó ser la abuela de mi bisabuela, pero se convirtió en Mamá Inés cuando Conchita quedó huérfana y a su cuidado. Me sorprendió confirmar que sí era de características indígenas, al contrario de toda su descendencia, ya que en un principio me había parecido lógico soñarla con rasgos similares a los nuestros. Jamás había visto u oído absolutamente nada acerca de Inés de la Mota. Y sin embargo ahí estaba, idéntica, en las fotografías blanco y negro que le pedí a mi abuela...

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