Desde lo alto

Admiraba el brillante fondo infinito con asombro, con la orilla rocosa bajo sus pies desnudos. El sol se erguía orgulloso y amable en el cielo, y el viento le acariciaba la piel y el cabello como si fuese su romance adolescente. Estaba ahí, al borde del precipicio; sin arnés, ni cuerdas, y con la desconfianza olvidadada en algún lugar. Alrededor, en la distancia, las copas de los árboles jugaban a bailar con el aire, a hacer ondas invisibles con el follaje.

Siguió contemplando el fondo como si por él suspirara la tierra. Era un agujero magnífico, aquel cuya orilla le mantenía en pie en ese momento. Parecía el ombligo del mundo. A través del infinito de la caída del túnel, creyó ver lo que del otro lado le esperaba (aunque, desde aquí, solo le llegara un sordo rumor de agua clara).

El amigable orificio de piedra plateada le invitaba a sus entrañas. Cual anillo sin fondo, decorado con motivos de hebras de oro desde el interior. Reflejando la luz de afuera con una intensidad desmesurada, la galería gigante que mi corazón encontró en la tierra parecía un tubo de prisma con diamantina; quieto y majestuoso.

La sangre que lo recorría no dudó en hacerlo. Tampoco sus latidos emocionados. Ni siquiera se molestó en avisarme cuando saltó en arco al precipicio de color. No pude evitarlo, no tuvo caso siquiera gritarle: ¡Corazón! Porque en ese momento, sin tener idea de cómo ni por qué, me topé con tu mirada.

Y mi corazón (que ya sabía de tu llegada) cayó maravillado por ese túnel colorífico, el que comienza en tu iris y que lleva directo a tu alma.

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