(Relatan ciertas profecías, según fuentes no confirmadas, que en algún momento del fin del mundo, o del fin de la era, caerá la oscuridad total sobre la tierra, por un espacio de setenta y dos horas. Durante ese tiempo cuentan que es necesario guarecerse en los hogares, tapar todas las ventanas y todos los víveres con telas negras, y no salir; puesto que la maldad se encontrará ahí afuera, intentando entrar, y el aire será venenoso, y la ira de Dios estará rondando para acabar con sus enemigos, en una batalla que exterminará a tres cuartas partes de la humanidad. O algo así, elijan ustedes su página de internet favorita. Sólo piénsenlo un momento: ¿Y qué tal si...? ¿Y qué tal si no...? ).
* * * * *
No sé cuánto tiempo llevaba corriendo. Me ardían las piernas insoportablemente, desde hacía unos minutos ya me amenazaban con acalambrarse. El pecho lo sentía frío, y el corazón y la tráquea comenzaban a dolerme, por la falta de ejercicio. El aire entraba con demasiada violencia en mis pulmones, me los golpeaba con cada inhalación, y al exhalar intentaba llevárselos consigo, al exterior. Pero no me importaba, sabía que necesitaba permanecer lo más indiferente posible a mi agonía, si deseaba sobrevivir. Porque, a todo mi alrededor, estaban la señales que tanto había escuchado últimamente. No había manera de pensar en algo distinto, de eludirlo de mi realidad. La nube roja, a lo largo de todo el horizonte, allá lejos, mar adentro. Acercándose velozmente hacia el impotente puerto, que aguardaba tan inmóvil. El temblor del suelo; extremadamente ligero pero aún así tan constante desde hacía tanto tiempo, que ya no podía considerarse normal. Como un terremoto pequeñito pero eterno. Los centenares de gaviotas y aves, volando en grupos inmensos, escapando tierra adentro; junto con incontables ratas, que salían de cada grieta lo suficientemente grande, y de cada alcantarilla. Pero no sólo ellos; los gatos y los perros huían sin más, en grandes grupos, e inclusive los insectos volaban en masas negras en dirección opuesta a la nube. Alcancé a ver que hasta los peces intentaban escapar, pero su camino terminaba en la costa. Sin tener a donde más ir, desesperados, miles de ellos se amontonaban al llegar a la orilla, salían brincando a la arena para intentar escapar de aquel horror, y morían por la falta de aire. Preferían buscar un camino imposible en línea recta, que intentar rodear la masa continental antes de que llegara la nube.
Así íbamos todos corriendo todas las especies de la tierra, hombro con hombro, intentando escapar de algo aparentemente ineludible. Últimamente todos habían hablado de ello, era como un enorme chisme sin confirmar, de si se acercaba o no la hora última. En la red y en las noticias amarillistas, en las películas, los mitos urbanos se llenaban de teorías y profecías, tonerías, que no hacían sino satisfacer el morbo de las personas. Hasta hoy. Hoy sucedían cosas únicas, proféticas. Hoy termina el mundo.
Llegúe a casa, después de correr por todo el centro de la ciudad y subir la enorme colina, entre el caos inimaginable de la gente alrededor. Di la media vuelta para apreciar el panorama. En otros tiempos, la vista de la costera era magnífica; de noche era un mundo de lucecitas ahí debajo, rozadas por el mar. De día se veían los bloques perfectos de manzanas, y grandes barcos entrando y saliendo continuamente. Era difícil creer que en algún momento fue así, ya que la gente daba la impresión de ser hormiguitas huyendo del puerto, mientras la nube roja avanzaba cada vez más, interminable hacia sus dos extremos, como un insecticida. Cubriendo en sombras el agua bajo sí. No pude más, volteé hacia mi casa. Por fuera se veía normal, no habían vidrios rotos ni puertas forzadas. Como si nada sucediera dentro de ella. Estaba nervioso, ¿y si nadie estaba ahí, qué iba a hacer? Seguí corriendo, subí los escalones del jardín frontal y abrí la puerta. Ahí, sobre la sala, se encontraba Anita, abrazando a Joaquín. Eran mis dos hermanos más pequeños. Corrí a abrazarlos, lloraban.
-¿Dónde está mamá? ¿Dónde están los demás?
Un sonido fuerte de metal impactando con los cimientos de la casa se dió a conocer por la cocina. El garage. Mi madre abrió la puerta del comedor unos segundos más tarde, con Manuel, el segundo más grande de mis hermanos. Traía su uniforme de la escuela, como yo. Al fondo, se veía el coche humeante, aún encendido, estrellado contra una pared del garage. Al parecer no había reparado en frenar. Y a los pocos segundos recordé por qué.
-¿¿DÓNDE ESTABAS??
Me sacudió con una fuerza que no le conocía, mi madre. Tenía lágrimas en los ojos y escurriéndole por todo el rostro. Gritó algunas cosas que no recuerdo, y después de ello me abrazó. Me quedé sin palabras; ese día me había volado la escuela para ir al malecón. De ahí que tuviera que correr desde la costera.
-¿Y Quique? ¿Y tu padre? ¿Dónde están?
Nadie respondió. El silencio se hizo incómodo, el semblante de mi madre se endureció.
-Manuel, quiero que lleves a Carlos y a tus hermanos al refugio. Yo bajaré al centro...
-No mamá. Nos quedamos todos...
-...a buscarlos porque de seguro...
-...aquí, porque todos en la familia...
-...han de estar en la oficina trabajando...
-...¡sabemos que en cualquier emergencia, nos debemos ver aquí!
-...¡¡¡NO LOS QUIERO DEJAR, CARAJO!!!
Fue la primera vez que oía maldecir a mi madre. Manuel la sostuvo, ella ya no pudo más, lloraba demasiado. Solamente se escuchaba el temblor del piso (que aún proseguía) y los sollozos de mi madre; junto con las respiraciones intranquilas de Anita. El motor del coche, aún encendido, ronroneaba impaciente. Me acordé de papá y de Quique. Quique era el más grande de nosotros y ya trabajaba con papá; le seguía Manuel por un par de años y luego iba yo, con catorce años. Debajo de mí estaba Anita, unos seis años por debajo, y el más pequeño era Joaquín, con tan sólo un par de años.
-Mamá y todos ustedes irán al refugio. Yo me quedaré afuera de casa para esperar a papá y a Enrique. No sabemos qué está sucediendo ni en cuánto tiempo comenzará, así que esperaré lo más posible; y si no queda más remedio, regresaré corriendo con ustedes cuando se acerque la nube.
Todos callábamos. Manuel siempre fue el que tuvo la sangre más fría. Mamá se calmó poco a poco, recobró el ritmo de su respiración. Se soltó de mi hermano, le intentó limpiar las lágrimas del hombro sin conseguirlo. Volteó hacia nosotros, con la mirada fría. Concentrada. Igual que mi hermano.
-Rápido, al refugio.
Corrimos al jardín; yo cargaba a Anita y mi mamá a mi hermanito. El refugio era una especie de búnker, un cuarto con paredes de hormigón excavado profundamente en el piso, cuyo acceso constaba de una puerta metálica pesada y gruesa, y una decena de escalones hacia abajo. El cuarto estaba totalmente escondido bajo tierra; no habían paredes en la superficie, tan sólo el pasto del jardín como en cualquier otro patio. La puerta, al permanecer cerrada, quedaba totalmente horizontal, como un enorme azulejo grisáceo. Dentro de él, conservábamos todo el tiempo enlatados, agua, lámparas, velas y demás cosas necesarias para una emergencia imprevista. Llegamos, en fin, a la base donde reposaba la puerta, pero, apresurados como estábamos, hubo un imprevisto que no pudimos ignorar.
Amontonándose para entrar por el espacio entre la puerta y el hormigón, una fila de hormigas, grillos, arañas y otros insectos pequeños se empujaba apresuradamente. Pero no de manera usual, como se ve cuando pones suficiente atención en el piso, ésta era una cantidad bastante grande de animalitos; y todos corrían desordenadamente, ignorando sus instintos de cadena alimenticia, corriendo lado a lado por la salvación de sus especies. Mi madre bajó a Joaquín para poder abrir la puerta, que pesaba casi demasiado para que la pudiera mover ella sola. La abrió hasta más de la mitad, con bastantes esfuerzos, y luego la dejó caer pesadamente sobre el pasto. Las bisagras rechinaron en son de queja, pero nos introdujimos, sin más, bajando los pequeños escalones hacia el fondo del refugio.
El aire se respiraba frío, como en una cueva. Dentro había un colchón pequeño con sábanas y unos libreros metálicos llenos de latas y botellas; lámparas, velas, cerillos, una caja con documentos, y varias cosas más. Nos sentamos todos en la cama, excepto mi madre, que tomó las lámparas y las probó. Luego encendió las luces del techo. Todos volteamos por instinto a ver el foco, y Anita no pudo suprimir un grito. Nadie hubiera podido. El techo se encontraba lleno de arañas, de todos los tamaños y formas; y a través de la luz que aún llegaba del cielo, se alcanzaba a ver que más llegaban de la superficie, a esconderse.
-No tengas miedo, Anita. Son sólo animalitos que necesitan protegerse, como nosotros. No les tengas miedo.
Al menos no era eso a lo que había que temer.
Pasaron los minutos en silencio, con el temblor de la tierra aún constante. Ya casi nos habíamos acostumbrado a él. El aire comenzó a soplar, cada vez más fuertemente, y la luz de afuera comenzaba a tornarse anaranjada. Y luego un poco rojiza. La nube ya estaba cerca, y comenzaba a mancillar la luz del sol con su color. Justo cuando el aire comenzaba a recordarme a los huracanes del año pasado, regresó corriendo Manuel, solo. Mi madre dejó salir un chillido.
-La nube está encima de nosotros. A unas cuadras ya hay sólo oscuridad... Ya no podemos esperarlos... Seguro que están bien.
Ni siquiera su sangre fría pudo esconder su verdadero estado de ánimo. Reparó un momento en el techo repleto de arañas, en el caminito de insectos corriendo desenfrenados al interior, y el miedo tomó su rostro por un segundo. Pero se recuperó en cuanto escuchó un grito a la distancia:
-¡Ayuda! ¿Hay alguien por aquí? ¡Estoy solo, necesito esconderme! ¡Ayúdenme, por favor!
Mi madre estuvo a punto de gritar una respuesta en auxilio al desconocido, pero Manuel le tapó la boca con la mano en el último momento. Forcejearon en silencio, hasta que él decidió soltarle el rostro.
-¿Qué haces? ¡Hay que ayudarlo, es Jaime, nuestro vecino!
-Piensa en los víveres mamá, nos tienen que durar.
-¡Por Dios, es sólo una persona, y aquí somos dos menos! ¡Sólo son tres días...!
-¡¿Y quién dijo que esto durará tres días?! ¡¿Las revistas?! ¡¿Los profetas?! No podemos creerle a nadie, estamos por nuestra cuenta. Cada día que gastemos más alimento, sin saber lo que ahí afuera se esconde, ni por cuánto tiempo, es un día más en el que competiremos con él por la supervivencia. Prefiero morirme de hambre junto a ustedes que ver cómo él se alimenta en su lugar.
Mamá soltó una lágrima más, en silencio.
-Es el papá de Helena, de Helenita.
Pero eso Manuel ya lo sabía. Su rostro enrojecido y tenso nos lo dijo. Seguramente en lo que esperaba a papá y a Quique la había esperado también a ella, al parecer sin éxito. Su rostro se enfrió aún más de lo acostumbrado. Sus labios perdieron la sangre, y con ello, el color.
-Esto lo hago por ustedes.
Subió los escalones. En el hueco que daba al exterior, se alcanzó a ver la nube magenta apenas y por una fracción de segundo, devorando ávidamente el cielo. Manuel levantó la puerta del pasto con relativa facilidad y la cerró por dentro con un sonido fuerte, dejando un eco en el refugio. El temblor proseguía, y todo me parecía ya como el huracán famoso de hace tres años, Matilda, el primero que deshizo las doce cuadras de la costa, y el que había tirado mi casa del árbol. Sólo que esta vez, era mucho peor. En la distancia, se escuchó el motor del coche de mamá y su acelerador volviendo a la vida. Un rechinido de llantas, y seguramente Jaime manejaba a toda velocidad, perdiéndose su sonido en la distancia. En el bunker, se suavizó un poco el rostro de Manuel, quizá porque sentía que con eso quedaba exento de cualquier culpa. Se sentó sobre los primeros escalones, con la cabeza al ras de la puerta.
-¿Alguien trae reloj? Para saber en qué momento pasan los tres días...
Finalmente había caído en la seriedad de su último argumento. Todos esperábamos que en verdad tardara todo tres días y no más tiempo, como había augurado mi hermano hacía unos momentos. Yo traía mi reloj, y había uno con manecillas en la pared. Pero nunca se lo pude decir a nadie, porque algo extraño sucedió en ese momento. La luz que se alcanzaba a ver por las ranuras pequeñitas de la puerta adquirió un tono rojizo, un color escarlata puro, poderoso, y se fue opacando poco a poco hasta desaparecer. Quedaba solamente la luz eléctrica y la de las linternas, de las cuales todos teníamos una, gracias a mamá. Pero el reloj de manecillas se detuvo en seco, mi reloj análogo se apagó, y la luz del techo comenzó a menguar. Las arañas se perdieron en las sombras, asustadas. Las linternas también comenzaron a fallar ligeramente, a volverse intermitentes y luego a morir del todo. Manuel bajó los escalones, asustado por todo esto, y nos apretujamos todos, abrazados, en la cama; Joaquín sobre el regazo de mamá. A los pocos segundos, ella prendió unas velas (más tarde me explicó que era la única fuente de luz que duraría en la oscuridad, de acuerdo con lo que le habían dicho). El temblor se detuvo de súbito, y no hubo ningún sonido más. La sensación del terremoto que terminaba fue aún más extraño, de ser posible, que la sensación sorpresiva de su comienzo, hacía ya muchísimo tiempo. Afuera reinaba un silencio incómodo, disfrazado de algo que aún no se revelaba. Como un zumbido demasiado bajo para ser escuchado, pero lo suficientemente fuerte como para sentirlo en el alma. Ahí me quedé dormido, de hecho creo que todos nos dormimos, con el cansancio típico de la baja de adrenalina; pero no supe cuánto tiempo, no creo que haya sido mucho. Algo nos despertó a todos de nuevo...
Que bárbaro! Maravilloso... no podia dejar de leer...
ResponderEliminarCARNALASO!!!!!!!!! YA ESTÁS PONIENDO EL OTRO CABRON, ESTÁ DE NO MAMES, RIFADISIMO COMO TODOS, PERO AÚN SUPERIOR A LOS DEMÁS!!!!FELICIDADES
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