Elegías

(Por si llegasen a necesitar el dato, una elegía es un poema hecho por la muerte de una persona).

I.

Sobre ti planté un ciruelo
de flores claras y hojas negras,
como recuerdo al descenso
de tu alma, a los sueños
que te devora la tierra.
Estas noches ya no regresas.

Mejor quedaste en el suelo,
bajo el árbol de ciruelas.
Ambos pasándose besos;
él, con sus raíces tiernas
y tú, dándole tu cuerpo:
la sangre de tus venas,
linfa, bilis, grasa, hueso,
carne, vista, sentimiento.
Tu alegría y tu tristeza.

Le tienes la esencia en deuda
como si fuera un amante nuevo.


* * * * *


II.

Varios días ya se han muerto,
y hoy tampoco despiertas.
Bajo la negra corteza
del árbol, tu risa suena.
Sólo hay que pegar la oreja
para escuchar tu silencio.

Te acostumbraste al subsuelo,
a tu capullo de seda
que las raíces tejieron.
Amor, eres como un insecto,
cual mariposa en potencia.

Tu metamorfosis es la
atracción a lo que es eterno,
a la muerte que no te presta.
Tu última noche no cesa.
Sin luz, ni sol, ni cielo;
sin las hermosas estrellas.
Y con un amante ajeno.

Con el corazón a medias
como un vaso con grietas,
que ya no puede estar lleno.
Amor, en mi pecho abriste grietas.
(Al tuyo, se las hizo el ciruelo).


* * * * *


III.

Sobre ti planté un ciruelo
para que jamás murieras.
Subirás desde las piedras,
por el tronco y hasta el cielo.
Sabrán a ti las ciruelas.

Yo te estaré viendo
cuando coman los jilgueros;
cuando te lleven de paseo
en sus plumas, en sus ideas.
Hasta que también mueran
en algún lugar, dispersos;
y, juntos, sean más alimento,
más vida para los muertos.

Dando lo que tuyo era
a todo lo que está viviendo,
vivirás en el mundo entero
y por edades completas.


* * * * *

IV.

Probaré un par de ciruelas.
Disculpa si te molesto
pero necesito esto
para recordar quién eras,
para llenarme de adentro,
para sentir que te tengo
aquí en mis brazos, cerca.
Para ubicarte por tu esencia
cuando me una a tu ciruelo.

Viviremos sin tregua
y más allá del universo.

Rodrigo, mi tío

No entiendo a mi tío, siempre que vamos por la calle, camina por debajo de la banqueta, y por más que le digo que se suba, solamente me vé, con una expresión "rara" en su cara, me sonríe y me dice "no"; no dice nada más... Le digo a mi mamá que le diga que se suba, pero a ella tampoco obedece, y se va corriendo. Mi mamá no me suelta de la mano, porque dice que aún soy pequeño... quiero mucho a mi tío y me da miedo que pase un caballo o una carretela y le pegue...
**********
Siempre recuerdo a mi tío con una expresión sombría... han pasado muchos años desde que el murió y nunca encontró una respuesta; la historia que un día me contó me sorprendió... Tenía 22, en la flor de la vida, de los sueños y los ensueños, siempre alegre, contento, vivaz; picarón de acuerdo a la época... y se tornó distante, triste, cenizo, ausente... siendo mozuelo le tocó vivir el glorioso momento de la entrada del ejército trigarante encabezado por Agustín de Iturbide, Agustín primero; las grandes diferencias sociales existentes entre la aristocracia y los léperos...
**********
"La tarde del 31 de octubre, de hace muchos ayeres, recorriendo el cotidiano andar dominical, que siempre compartía con mi entrañable amigo Juan Domingo de la Fonte y Vizcarra, que acostumbrabamos realizar desde el paseo de la alameda hasta la plaza principal de la Gran Ciudad de México, llegó el día y el momento que mi querido Mingo, como le llamaba cariñosamente, debió dejarme solo para reunirse con la mujer que le inspiraba tanto regocijo en su corazón, y quién aún no correspondía a ese latir tan desenfrenado e incontrolable. La cita de reunión, a la que ella acudió acompañada de sus padres, fue en el mejor lugar que pueda haberse elegido: el Gran Sagrario de nuestra Madre Iglesia Católica, la Gran Catedral...
¿Que hacer ahora, mientras mi querido amigo corría tras su sueño? Así, solo, recorrí los comercios de la zona, caminé por la plaza principal admirando a las bellas damas que acudían al paseo dominical, y al caer la tarde, aburrido de no tener que hacer, decidí regresar andando a casa de mis padres. No presté atención al camino... de pronto, al pasar frente al balcón de una casona, tuve que detener de golpe mi andar, ya que al volver la vista, descubrí de frente a la mujer más bella que jamás pude haber encontrado. Su cabello rizado de color negro caía por debajo de sus hombros, enmarcando un rostro bellísimo, que contenía unas cejas delicadamente alargadas hacia los lados, encumbradas sobre sus grandes ojos negros, a los lados una exquisita naríz recta y delicada que remataba en unos labios rosados, carnosos y turgentes, con una sonrisa esplendida que mostraba la perfección de sus dientes, maravillosamente blancos ; el color de su piel, de un fascinante dorado claro... sin desearlo, por supuesto, no pude dejar de admirar ese escote, que bajaba desde los hombros y terminaba sutilmente por encima de sus senos, realzando de manera maravillosa su existencia...
Debí haber mostrado una expresión algo, digamos, ¿estúpida sería el calificativo?, porque con su gran sonrisa preguntó "¿se encuentra bien?" y yo, algo más que turbado, tartamudeando contesté, "¿eh?, ¿yo?, este, no, no, es, es que"; con gran cordialidad, como si supieramos de nosotros desde siempre, insistió, "pase y recuperese, aunque sea solo por un momento", invitación a la que por supuesto no me negue; hay de mi, por haberlo hecho...
Personalmente abrió la gran puerta que guardaba un esplendido jardín central; inmediatamente percibí la delicada mezcla perfumada de deliciosos aromas que flotaban en el ambiente, debidos a las plantas perfectamente cuidadas y alineadas que, a lo largo del corredor hacia el patio central, podía admirar. Además de la belleza de su rostro, su porte altivo y seguro, me cautivó. Sonrieno y de manera cordial, tomo mi brazo y recorrimos la distancia existente entre la puerta y la angosta escalera lateral que nos conduciría a la estancia principal. Una vez dentro, y después de tomar asiento en uno de los sillones del salón, me ofreció algo de tomar para refrescarme... y quitarme esa expresión indescifrable que permanecía en mi cara "¿agua fresca, está bien? o ¿prefiere jamaica? o ¿ una copa de vino?"; tuve que tomar aire para contestar que una copa de vino era lo mejor para ese momento. ¿De que hablamos? nuestra conversación bailaba a través de los acontecimientos cotidianos, de los gustos, de los sueños, de los deseos, de los relatos anecdotarios, de nuestras familias... estar con ella, era lo más cercano a saber que estaba vivo... jamás viví emoción tan tonificante... ¿turbadora? si, agradablemante turbadora... tan impactante fue su compañía, que de la copa de vino que me ofreció, solamente un sorbo tomé, dejandola en la mesita al lado del sillón. El tiempo, como siempre, voló... no tuve conciencia de el, hasta que las campanas de alguna iglesia cercana me trajeron de vuelta a la realidad... las 9 de la noche, hora de marcharme. Difícil despedirme, no me quería ir... quería permanecer con ella... siempre... me enamoré de ella al instante... en un solo tiempo... con un dejo de suplica en mi petición, solicité verla al día siguiente... su respuesta me estremeció... "si, le espero paciente y anhelante para continuar nuestra reunión"; al tomar su mano para besarla y despedirme, el cálido regocijo manifiesto en mi corazón no capto lo frió de ella. El camino de regreso a casa de mis padres... no lo recuerdo; el tiempo compartido con Leonora, hija de Doña Elvira de los Santos Göet y Don Eugenio Matías Lobreño y Sarapía, me extravió...
Nunca entendí... Al día siguiente, a las seis de la tarde como acordamos, presto me presenté a nuestra cita... varias veces, casi de manera desesperante, tomé el aldabón de la puerta, azotandolo hasta la violencia, ante la frustración de no tener respuesta... el balcón que el día anterior iluminó mi ser, se encontraba cerrado... como apagado... decepcionado, me marche a casa...
Regresé al día siguiente... nuevamente el aldabón recibió su dosis de mi impaciencia... no pude contenerme... empecé a gritarle... "Leonora, Leonora, abre, soy yo, Rodrigo"... la respuesta a mi demanda fue el silencio... y la presencia de una anciana a mi lado... "Señor, señor" me llamó, "¿Que pasa?". Más por respeto a la anciana, me contuve explicando que buscaba a una persona que habitaba en esa casa... "Nadie vive en esta casa", comentó.
-"Señora, no es posible, hace dos días estuve en esta casa", afirmé.
-"No es posible, señor, la casa tiene muchos años deshabitada; sus dueños la abandonaron hace muchos años, después que su única hija murió..."
-"Señora, posiblemente este confundida, yo estuve aquí hace un par de días, y tengo una cita con la Señorita Leonora"...
-"No señor, la señorita Leonora murió hace muchos años..."
-"Debe haber un error, comenté, yo estuve con ella, aquí... creame, estuve con ella..."
-"No señor, eso no es posible."
Desesperado busque la forma de entrar, tenía que demostrarle a la anciana que estaba en un error...¿ella o yo?... casi imposible entrar a la casa... de manera inesperada logre hacer que la cerradura de la puerta cediera...
Desconcierto fue lo que me impregnó... el olor a rancio y encierro turbo mis sentidos; de las plantas que recordaba emanando un delicioso aroma, solamente se encontraban masetas vacías conteniendo terrones secos y polvosos... Apurado con la prisa, corrí más que caminé, el estrecho espacio que separaba la puerta de entrada de las escaleras para acceder a la habitación en la que había estado dos días atrás... me sorprendió descubrir frente a mi un cuadro de Leonora... ahí estaba ella, de cuerpo completo, presumiendo su belleza... cubierto de polvo... los muebles, que recordaba lucían su esplendor, cubiertos por retazos grises de tiempo... la habitación oscura, con inumerables telerañas... de polvo y abandono...
esto no tenía espacio en mi mente... no era cierto, no era posible... mi mirada recorría vertiginosamente la habitación, tratando de encontrar una respuesta, un indicio, algo que explicara que... ahí estaba... la pista!...
Sobre la mesa lateral del sillón, que se encontraba cubierta de descuido y atención, jubilosa, feliz, limpia, llena, conteniendo un tesoro, un líquido de color rojo cristalino y profundo, con apenas una gota de el escurriendo desde su borde, la copa de vino que Leonora me entregara en mano, gritaba silenciosa y burlonamente, "asi es, aquí estoy, aquí estas"... la desesperación, lo desquiciante, lo increible, lo sufrible, lo decepcionante, lo sorprendente se apoderaron de mi... el dolor fue indescriptible... me dolio mi obseción, mi sueño, mi locura... corrí, sali corriendo de ahí, dejando tras de mi, dentro de esa habitación y junto a Leonora mi vida..."
**********
Mi tió Rodrigo jamás volvió a caminar por las aceras, ni volteo a ver a través de un balcón o ventana abiertos... no se recupero de ese duelo, jamás lo entendió...yo tampoco... ese espacio entre el 31 de octubre y dos de noviembre de esos ayeres, Rodrigo quedo atrapado, entre lo inexplicable, lo increible, y lo maravilloso... Lo que si creo, es que Leonora fue feliz desde que mi tío llegó a ella... ahora deben ser felices...
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Dedicado a mi tío abuelo Rodrigo Hernández Meza, en quien tengo fijada esta historia... el fue asesinado una noche de campaña militar en Churubusco, a los 22 años de edad... pertenecía al ejercito mexicano, a los juaristas... a los pelones... Mi abuela, Naná, su hermana, me inspiró este cuento hace otros ayeres...

María

-¡Vente, Alex! ya nos están esperando.

Me bajé del asiento del copiloto y cerré la puerta. Nunca antes había venido a este lugar, el Desierto de los Leones. Creo que vine sólo una vez a México, cuando era chiquito. Y ahora me veía en el espejo retrovisor, ante la promesa de la noche que ya tenía encima. Fiesta nocturna de noche de brujas. Con una cita a ciegas. María. Y no es que yo dudara del gusto de Oscar, siempre sabe lo que de verdad me agrada, pero no podía evitar sentir esos nervios traicioneros. Habían quedado de encontrarse por la entrada, y yo todavía no había visto una foto siquiera de mi prospecto, así que, ¿Por qué iba yo a estar nervioso?

El Desierto tenía un aspecto extremadamente abrumador: el convento a la mitad de la noche, en un bosque tenebroso, lleno de niebla y con toda la leyenda de las brujas (Oscar no se calló en todo el camino), parecía impactar sobremanera a las personas en la calle, así que mejor corrí para alcanzarle el paso. El silencio lo rompía el interior de la fiesta, perturbando el aire alrededor con sus ecos. Pensar en esas cosas de brujas en esta atmósfera en verdad daba miedo. Llegamos a la entrada y entregamos los boletos. Ellas ya estaban justo ahí, en la fuentecita, esperando. Ya conocía a Rebeca, y por supuesto que ésa iba a ser de Oscar. No me importaba realmente. Pero María era una agradable sorpresa. Bastante agradable. Piel clara, delicada, cabello largo y oscuro, y fuego en la mirada. Maldito Oscar, no nos dió ni tiempo de decir Hola, simplemente tomó a Rebeca y echó a correr, ella solamente alcanzó a gritar, ¡Nos vemooos! y ambos desaparecieron por uno de los corredores. María y yo nos miramos a los ojos un momento, nos reímos.

-Esteeee.... ¡Hola!

No nos despegamos el resto de la noche.

* * * * *

Me atrapó su forma de ser; llevar una plática con ella era sencillo, era fácil. Parecía leerme el pensamiento, decía lo que siempre me hubiera gustado que dijera alguna chica. A pesar de su personalidad ligeramente reservada, tenía un aire de aventura detrás de los ojos, como si esperara a que alguien lo suficientemente atrevido la sacara de ahí, de las córneas. Nunca sospeché que todo estaba mal.

El convento había sido decorado con iluminación de colores, música suave, y animadores disfrazados saltaban de cada rincón oscuro. Después de un par de vueltas, decidimos inscribirnos en el rally que se festejaría a media noche, con el toque de las campanadas. En uno de los patios nos dieron la plática inicial. La peor parte, para mi paranoia, fue el recordatorio de todas esas leyendas:

-Como bien sabrán, cuenta la leyenda que en este bosque habitan brujas. El convento se erigió en el nombre de Dios para proteger a los fieles que habitaban aquí, y se dice que Su divinidad intercedió con las hechiceras para que no pudieran llevarse a ningún hijo de Adán, a menos que éste ingresara en el bosque por voluntad propia. Bueno ya, suficientes tonterías (risas generales). Ya han sido informados de que el rally comenzará dentro de un rato, ya conocen las reglas y tienen el manual. ¡Los dos que regresen a tiempo con todos los sobres y las pistas resueltas, y sin brujas, ganarán un premio especial!

* * * * *

-Seguro va a ser una tontería -dije un rato después, en lo que paseábamos por fuera de la pared trasera del convento, medio tomados de la mano- va a ser una tontería el premio.
-Ojalá y no, porque me da miedo entrar al bosque. La verdad, no quiero hacerlo para nada.
-Jaja, ¿De verdad te asusta? Pero no pasa nada, yo ya lo he hecho mil veces.
-¿En verdad Alex?
(Sentí tambalearse mi mentira, ni siquiera había venido)
-Sí, claro que lo he hecho. Es bien divertido.
-¿Y tú me vas a cuidar?

Me tomó la mano con un poco más de valor. El fuego creció en su mirada. Comenzó a derretirme por dentro. Creo que entendí por qué insistió en alejarse un poco de la gente. Siempre decía lo que yo me imaginaba; esto era, por mucho, mi mejor noche hasta ahora.

-Sí, claro que sí, mira te doy un tour pre-rally.

Desvió los ojos un momento. Comenzó a salir la aventurera de debajo del iris.

-Mira, yo veo dos opciones; o eres una bruja y te piensas aprovechar de mí, o eres un chavo y te piensas aprovechar de mí.
-No lo haré si tú no me lo pides... Pero pídemelo, ¿va?
-Jajaja... Está bien, vamos.

Un bosque... creo que Oscar iba a estar celoso de mí finalmente. María comenzó a caminar hacia el final del camino, para meterse entre los árboles. La alcancé por detrás y la abracé. Me gustaba su piel suave, por debajo de su chamarra calientita. Y lo escuché entonces. Un grito, el peor de todos, me hizo voltear hacia el convento. Le siguieron otros rumores fuertes y más personas gritando órdenes. Salió Rebeca desde el último acceso, a cincuenta metros, corriendo desesperada. Pasó por debajo de un farol y la pude ver bien: la cara llena de lágrimas, el rostro histérico, el cabello revuelto. Pero nada de eso me aterrorizó más. Quizá nada me aterrorizará más el resto de mi vida que sus palabras llenas de incredulidad, de locura. De terror.

-¡Alex, es María! ¡María! ¡La encontraron muerta!

Algo no estaba bien. Tenía que voltear, mi instinto me decía que tenía que hacerlo. Pero no estaba preparado para lo que estaba junto a mí.

No sé cómo me engañó. Cómo nos engañó a todos. Su hocico alargado, como de perro, y el cuerpo desnudo, cubierto de pelos largos y negros y manchas opacas. Su respiración era como muchas personas gimiendo al mismo tiempo. Los ojos totalmente negros, como un iris gigante, sin espacios blancos como los ojos normales. Eran un vacío. Las uñas eran podridas y alargadas. El cuerpo flaco, casi desnutrido. La bruja gritó, un eco terrible que resonará por siempre en mi cabeza. Me tomó de los brazos con fuerza inhumana, y me intentó jalar hacia el bosque, que estaba a un paso de distancia. Pero no pudo, no podía. Su juramento divino le prohibía llevarme por la fuerza. Sus manos empezaron a arder donde hacía contacto conmigo, a quemarse. Me soltó de golpe, y soltó un grito terrible de nuevo. Poco a poco caminó hasta ocultarse entre las hojas, sin dejar de verme nunca, como si quisiera meterse en mis ojos, recordándome para cazarme el resto de mi vida, y entonces pude correr de regreso, hacia adentro. Afuera, en el límite del bosque, se escuchaban más y más ladridos, respuestas, llamados de brujas listas para invadir...

San Juan Mictlán

La camioneta se detuvo a la mitad del camino de tierra. Se bajó un hombre alto, fornido, con sombrero y camisa de cuadros, con botas de piel de serpiente. El rostro desencajado por la sorpresa y bañado en el sudor del mediodía, usual en esta época del año. Un anciano de aspecto muy humilde se acercó a él. Pero ésa no era la razón de su parada tan inesperada, el viejo poco tenía que ver en ello. Él tenía cosas importantes por hacer ese día y aún así, nada lo hubiera preparado para esto.

Ahí, a la mitad del camino, había un caballo muerto, ensangrentado, con las patas desprendidas del cuerpo, como si hubiera sido embestido por un tren. Le faltaban pedazos de piel, y parecía estarse cociendo con el sol. Y ahí no había más que un camino de tierra interminable hacia adelante y hacia atrás, y un par de árboles secos en la distancia. Montañas a lo lejos, un sol abrumador. No se veía venir a un alma en todo lo que daba el horizonte.

Se apeó, entonces, en primer lugar ante la inexplicabilidad del suceso, y en segundo lugar para asistir al anciano.

-¿No me daría usté un aventón?
-Sí, Don, súbase, pero oiga ¿Qué pasó aquí?
-Pos que me pegó un carro y me fregó a mi Negrita.
-¿Cómo que un carro? No pero si alguien hace eso segurito que se mata con usted.
-Ya llevo yo aquí todo´l día, no sea malito por favor lléveme aquí a San Juan Mictlán, y le cuento en el camino.

Algo no era de fiar. ¿Un coche le pega a un caballo con todo y un anciano solitario, a la mitad de la nada, con la mejor luz, en un camino plano y recto y con perfecta visibilidad? Seguramente todo era parte de una trampa que no alcanzaba a ver del todo, algo sonaba demasiado mal. Súbase usted, ahorita llegamos, le dijo al anciano, mientras se ponía de nuevo tras el volante y sacaba su pistola de debajo del asiento. Ya veremos si me quieres chingar, viejo cabrón, pensó mientras escondía el arma. Me quiso ver la cara, por aquí no hay ningún lugar llamado San Juan Mictlán.

El anciano trepó dificultosamente al vehículo. Arrancaron. Podía pasar por alto la excesiva vitalidad del señor, que a pesar de su edad resistía al sol implacable de ese día; eso sin contar la fuerza que tenía para su edad. ¿Subirse por mano propia en una camioneta? Su acento tampoco era de aquí, sonaba fingido. Para eso podía inventarse muchas excusas, pero a lo que no le encontraba una explicación era al olor del viejo; como a carne rancia y cocida. Conforme manejaba sus ideas comenzaban a ordenarse. El calor descomponía a los animales rápidamente, pero un ritmo así no era normal, ese caballo bien parecía tener varios días ahí. Y, más aún, el olor no parecía pertenecer al caballo, sino al viejo en sí mismo. El viejo parecía estar pudriéndose con vida. Esto era demasiado, a fin de cuentas tenía el arma y él era sólo un viejo, ¿Qué tanto podía temer realmente? Necesitaba relajarse, así que pensó en una frase cualquiera para comenzar la plática.

-Oiga, Don, ya ni le dije, feliz día de muertos.
-Jaja, ¿Sabes, Julián, por qué se dice feliz día de muertos?

Julián sacó su arma del lateral del asiento y le apuntó en la frente al anciano.

-¿¿Quién chingados eres??

No lo había notado antes; el rostro del anciano, a pesar de las severas arrugas, no presentaba rasgos inusuales; pero era por debajo de su ropa, por entre el tejido grueso de su camisa, que brotaba un ligero humo. El olor nauseabundo a carne podrida. El anciano se seguía riendo, con una voz en extremo inusual, con una tesitura y vitalidad muy diferentes. Ignoró el arma fría que le rozaba la frente, y volteó a ver el camino como si nada sucediera.

-El día de los fieles difuntos no es un día feliz para los vivos. Recuerdan a su madre, a su hermano, a su esposo muerto. Es un día agridulce, feliz a medias, para toda tu raza. Pero para los muertos, para ellos sí es un día alegre. En el silencio de la noche regresan a sus casas, comen su comida preferida y duermen en sus antiguas camas. Besan a sus hijos en la frente, abrazan a sus amores. Aunque nadie se de cuenta, para ellos es un día increíblemente feliz, desde la caída de la noche hasta el renacer del nuevo sol. Los vivos no se desean feliz día de los fieles difuntos, se lo desean los muertos mismos.

Julián contuvo la respiración. Hacía rato que no se fijaba en el caminito empedrado, y aún así seguía acelerando y moviendo el volante como si tuviera ojos en el oído izquierdo. Sostuvo el arma, con la sensación de que todo sería inútil. El viejo volteó con una risita.

-¿Julián? Feliz día de muertos.

Disparó hasta quedarse sin balas, acompañó cada cartucho con un grito que le desgarraba el pecho. Pero el viejo no dejaba de reírse. De cada agujero de bala salía el humo putrefacto que llenaba el ambiente y cegaba la visibilidad, el motor gritaba también, y la suspensión tronaba, por el exceso de velocidad en el baldío. Julián volteó para fijarse en el camino, para escapar o saltar del automóvil en movimiento. Pero no pudo hacerlo. El caminito de tierra estaba en algún otro lado, perdido, detrás, mientras la camioneta se conducía sola a la mitad del desierto. Desierto de todo excepto de una piedra grande, enorme, que impactó con la llanta delantera derecha. La camioneta se elevó, dió medio giro en el aire. Entre el grito de Julián, el aullido del motor, la carrocería despedazada, y el sol fulminante, el tiempo se extendió por mucho más de lo que le tomó caer a la camioneta. A la mitad del vuelco, ya totalmente de cabeza, el viejo pronunció su sentencia final:

-¡Yo soy la muerte, idiota! ¡Hoy hago una parada en el Mictlán, y tú vas a ser mi ofrenda!

La camioneta cayó violentamente y agarró fuego. Pero a la media hora, el desierto estaba callado. No había más que un camino de tierra interminable hacia adelante y hacia atrás, y un par de árboles secos en la distancia. Montañas a lo lejos, un sol abrumador. No se veía venir a un alma en todo lo que daba el horizonte...


Un viernes más

Cerró la puerta instintivamente, con una mano. Pero no pudo haber hecho mejor, la mujer no lo soltaba, no se le despegaba de los labios. El lujoso departamento permanecía a oscuras, pero no importaba, lo conocía demasiado bien. Ella comenzó a desabrocharle los botones desesperadamente, pero se detuvo un momento, diciendo más para sí misma que para él.

-Espera... ¿Cómo te llamas?
-Víctor.
-Yo soy Ángela.
-Mucho gusto, Ángela.

La risa de ella sólo lo provocó un poco más, casi le hacía perder el control, pero se contuvo en el último momento. Tranquilo, pensó, tu calma es esencial para el éxito de esta noche. No la dejó hablar más, continuó besándola con ese instinto animal que tan bien le salía ahora. La cargó con facilidad, sin dejar de apretarla contra su cuerpo, y la tiró boca arriba sobre el sillón de piel. Se dió el lujo de detenerse, hincado como estaba también en el sillón, y terminar de desabrocharse la camisa. La mirada de ella exigía su cuerpo en ese instante, y le sonrió nuevamente, mientras se quitaba el vestido en un solo movimiento, liberando el olor que tanto le había enervado en la fiesta. Le encantaba su aroma. Se detuvo un momento, a olerla desde las clavículas hasta el ombligo. Ella le atrapó la cadera con sus piernas, y le jaló hacia sí. Estando totalmente debajo de él, le alcanzó a suspirar trabajosamente en el oído:

-Tómame.

De todas las frases que había escuchado antes, jamás creyó que una quedara tan bien como ésa. Dejó escapar su primera risa real de la noche. La que le asomó los colmillos de la boca.

-Hasta tu última gota.

Y le enterró su mordida en la yugular.


(Con cariño para Ma Elena Manero, por haberme presentado a un vampiro).

Absurdos de una noche de insomnio

¿Estás? O quizá deba decir: ¡Estás! Sí, estás, y yo estoy contigo, solo. Llegaste a tiempo para ver mi insomnio. Sigue aquí la noche; a veces cierro los ojos y de repente se ha ido, pero ahora no es así. La tierra se detuvo, llevo dormido años enteros y no me había dado cuenta, por eso ahora insisto en estar despierto. ¿A dónde es que vamos a dormir? Yo jamás he estado mientras te sueño. En algún lugar coincidimos todos, es un plano incierto de los hombres, un paréntesis donde todos morimos unas horas al día, para poder vivir un rato más. Y le llamamos dormir. ¿Será en tí, acaso? A veces, el amanecer te devuelve el pulso a las venas demasiado temprano. A veces se lo queda por siempre, y palpitarías ahora en cada rayo de luz. Esta vez el sol no se llevó mi pulso, preocupado como estaba de alcanzarte. Que hoy me odie, hoy (¿ayer?) somos tú y yo, Luna, nada más existe, la madrugada convierte al mundo entero en estatuas de cera. Vas a ser mía hasta que venga buscándote la mañana; qué me importa si no he muerto lo suficiente para vivir el día por venir. Qué importa si mañana el coloso en llamas quiere matarme de calor. Que haga arder mi carne, jamás te alcanzará como yo lo hago.

De un párrafo a otro, por favor espérame entre un minuto y cien años.

* * * * *

El eco de mi cráneo no tiene pausa, no me deja continuarlo mañana. Que pare, ya lo he dicho todo esta noche. Cada palabra. Mañana aún no existe (no existo) y las palabras se me están saliendo, quieren escapar a la mitad de mi muerte consciente, de mi despierto sueño. Se atropellan para huir, salir de mi labio y terminar evaporándose, como alcohol en el piso. Creo que el hueco que dejan es lo que me vuelve loco. Pero de verdad loco, idiota, catatónico. Me estoy quedando sin palabras, puedo sentir el temblor ciego de mi cuerpo mientras las digo todas sin articular nada. No soy el que duermo, son las palabras las que descansan y hoy no han dormido. Desesperadas, se avientan desde la infinita distancia entre mi boca y la sábana en mi cara. Te digo que lo he dicho todo esta noche, ha pasado por aquí cada palabra, pero no he hablado nada. Detente. Córtame los nervios un momento, tan sólo la espina dorsal, en lo que caigo igual que mis palabras, de mis labios a las cobijas sobre las que estoy, la caída que nadie ha visto hacia el recinto del sueño.

Manda decirte mi cabeza que estoy diciendo absolutamente nada.

* * * * *

Un suspiro; de derrota. Ya casi lo lograba, me faltaba desprenderme de mis ojos para atrapar mi sueño. Suéltalos, suéltalos, dije. Son sólo ojos, no hay nada aquí, mas que un cuarto vacío en la penumbra. El mundo será el mismo aunque te deje ir, suéltalo, suéltate un momento, déjate caer. De verdad que estuve a punto de lograrlo, tan sólo a unos suspiros. Pero en algo me equivoqué; mi cuerpo sintió el engaño, y quedé igual que al principio, Luna, sin poder atrapar a tu conejo blanco. Lo asusté.

Y toda la misma noche, el mismo triste cuarto, en penumbra las mismas cosas de siempre. Y tú, en el cielo, nadándolo. No quiero aceptarlo, pero apresúrate, que ahí viene la luz, me lo dijo mi pulso olvidado.

* * * * *

Vete, ahora sí ya tengo sueño. Ah, eres tú. Creo que ya lo sabes, sol, y por eso llegas con imprudencia. Pero aún así comenzaré a decírtelo como si no lo supieras: todo empezó ayer, cuando me metí mi mejor sobredosis de estrellas...

Siana

El termómetro dice treinta y ocho cinco. Lleva así varias horas, está de necio. Alguien, un espectro a medianoche me mordió el cuello, y me borró la marca de la piel con sus dedos, que apenas conserva. La herida sigue ahí, sangrando y ardiendo (por dentro), si bien ya no tiene a su cicatriz. Se terminaron hace mucho mis pañuelos, y me duelen todos los dolores que he tenido alguna vez, el recuerdo lo siento como si cada memoria pesara sobre la espalda. El doctor dijo que es una infección respiratoria fuerte, pero ni siquiera él ve al fantasma que me sigue todo el tiempo, que enchina mi piel entera cada vez que me besa y que me toca, cada que está al acecho. Son sólo escalofríos, cuerpo cortado, ardor en la laringe... dice mientras escribe una receta, pero a mí no me engaña, yo sé que fue un fantasma, un muerto buscándome algo que yo no tengo.

Llego a la casa, bastante menos que entero, y tu estás ahí, Siana, en el rincón, justo en donde sólo yo te veo. Tu voz, tu cuerpo curveado, tu piel azulada. No eres como las demás, de piel de cobre. Tu canto es distinto, tu diapasón es más terso. Cierro la puerta, lo nuestro es muy privado, es un secreto, es un dueto. Te tomo entre mis manos, sostengo tu piel lisa, de espejo. Mis dedos se mezclan en tus cabellos firmes, tensos, y te hago cantar lo que improvisa mi deseo. Eres mi consentida, Siana, cierro los ojos unos momentos y ya no hay fantasma ni síntomas, tan sólo mi cuerpo en ascenso, buscando el origen de tu voz, en algún lugar del universo. Recorro tu clavijero para que des el tono adecuado, tan sólo el correcto. Mi, La, Re, Sol, Si, y Mi de nuevo. Estoy seguro de que eres una mujer, escondida en algún lugar de tu cuerpo, como las lámparas mágicas, como un legendario amuleto. En el vibrar de tus cuerdas, en tu canto perfecto me quitas los escalofríos, el cuerpo cortado, el ardor, el espectro, el veneno. Ahí no existo, sólo soy el pedazo de música que sacamos de mi pecho en octavos, en cuatro sextos.

Guitarra linda, voz de mi sentimiento, Siana, Cyana, (de Cyan, como el cielo), mira pequeña, bonita, qué cosas me invento. Cállame ya, haz que te escuche declamar mi oído, mi ignorado silencio.

Sabía que estabas...

(Fragmento de Flores, mi primer cortometraje)

-Sabía que estabas enferma. Siempre supe que vería a tus ojos convertirse en vidrio, que sentiría cómo tu corazón se hacía solo carne, que tu cuerpo dejaría olvidado su calor en algún lugar, y que no me volverías a decir nada. Y nada podía hacer, mas que ver cómo te desangraba el tiempo. El tiempo es el hambre de la muerte, y lo devora todo, para ser devorada más tarde por el olvido. ¿Y qué es el olvido? El olvido es el vacío por donde cae el vacío. Lo sabíamos, y aún así desafiamos el orden del universo en nuestro inevitable querer. Míranos, dos personas jugando a que no saben que el mundo muere a cada instante. Jugando a la vida, pidiéndole misericordia al amor.-

Poema dicho por la Gladiola roja y dedicado a Alhelí,
en una noche estrellada bajo sábanas rojas.

La aventura de las siete

Era uno de esos lugares del mundo prohibidos, maléficos, que nadie se atrevía a visitar. Mas que él. No había visto tierra firme en varios días de travesía, tan sólo agua cristalina hasta donde el horizonte le revelaba. Hacía unas cuantas horas que ya no veía peces cuando se asomaba por la borda, y la marea había estado demasiado quieta, el sol demasiado callado. Sabía que el momento estaba cerca; todo estaba tan tranquilo, que incluso el bote parecía estar poniendo atención a algo fuera de lo normal.
Apenas y con un instante de ventaja, una forma borrosa bajo el mar le advirtió de la embestida. Desenfundó ambas espadas y escaló ágilmente el mástil, pero el monstruo fue más rápido que él. De varias decenas de metros de altura, una piel lisa y amarilla, y fauces anaranjadas, la criatura se impulsó fuera del agua con sus poderosas aletas y estrelló su dura cabeza contra la proa, rompiendo el bote a la mitad. El guerrero, encarando de frente a la muerte sin temor alguno, se empujó del mástil desfalleciente y saltó, con las armas en pose de ataque, hacia el animal que ya lo esperaba. Uno de los dos moriría en unos minutos, y no iba a ser él...

-Carlitos, amor, ya salte de la tina, ya estuviste ahí mucho tiempo. Destapa la coladera y no olvides secar tu pato y los demás juguetes.

-Ay mamá, cinco minutos más...

Son extraños esos días...

Son extraños esos días de absoluta soledad.

Todo se ve ausente y distante. Las cosas alrededor retienen la respiración cuando te escuchan venir de lejos, intentando fingir que no te han visto; el piso bajo tus pies, la gente, las plantas, el sol. Las paredes no, ésas se mueven discretamente. A veces se cierran, y dan la impresión de un cuarto minúsculo, o a veces se alejan y hacen el lugar demasiado grande. El mismo tiempo desvía la mirada y finge estar ocupado en sus asuntos, de ahí que esos días se estiren y te estiren el alma.

Los pensamientos también se hacen largos esos días; se desgastan de más, como una liga que ha sido deformada, y quedan colgando, al borde de los dominios abstractos donde habita mi esencia.

Esos días, como hoy, estoy muy molesto. Traigo una lengua viscosa y fría que me lame la piel desde adentro, la sensación de que al menos hasta mañana no me interesa el mundo: Que hoy se muera más gente, que no se termine una guerra cruel, que alguien piense que no lo quiero; hoy simplemente no me interesa. Voy a manipular mi piel como plastilina, y cerrarme todos los huecos, cada poro y cada orificio; voy a coserme la boca con hilo y voy a hacer una sola masa con mis ojos y mis oídos, los voy a hacer bolitas para echarlos al rincón. Hoy no hablo ni veo ni escucho, me pienso atrincherar, voy a hacer mi fortaleza bajo la epidermis. Así que, si me ves, no gastes tu tiempo conmigo. Hoy soy una hoja en blanco. Hoy soy algo que existe secamente, así como las palabras en el diccionario.

Odio esos días (como hoy), porque no estoy ni conmigo mismo.

Juan Meyer

¿Dónde estuviste hoy?
Me has hecho falta todo el día.
Pensé que te escucharía
decir "Aquí estoy,
abajo, en la cocina;
vete por bolillos y mantequilla.
Vas a aprender algo chingón.
Te voy a enseñar, pon atención,
una receta de nuestra familia."

Recuerdo el Ayoli y tu coco pelón;
aún recuerdo la Peperina
y tus otras lecciones de futbol
(pero no el soccer, ese no,
ese era para las niñas).

Recuerdo el anillo turco que te armé yo.

Aún suena, a veces, tu alegría
y el eco de tus gestos llenos de amor.
Tus anécdotas, tus fechorías,
los billetes doblados en partecitas
que me metías de a huevo, en el pantalón.
Las cebollas que te comías a mordidas,
los chistes mensos con que reías
y tus consejos sabios, tu perfección.

Bigotudo, viejo panzón,
¿A dónde te fuiste con tu tumor?
Dijiste que volverías
a menos que la operación
o el sarcoma pidiera tu vida.
Juraste que nos hablarías
cuando te subiste a ese camión.

Seguramente moriste,
seguramente te derrotó.

Ese día te irías
sin darnos más información.
No tenemos ni tu dirección.
Sólo un par de fotografías,
el nombre de tu otra esposa y tus otras hijas.
Fue tu dogma la discreción,
el secreto; la lejanía.

Accedimos a tus tonterías
y a tu tumor que crecía
bajo el cráneo, bajo tu razón.
Y ya no sabemos si respiras,
o si quedaste loco; o hecho cenizas,
o en un panteón.

Así que contéstame, viejo cabrón.
Blasfemia, herejía,
maldito traidor;
sangre hermosa y mía,
pedazo de mi corazón,
remedio de mi dolor,
agua de mi sequía,
objeto de mi pasión:
¿Dónde te grito mi poesía?
¿En dónde te lloro mi despedida?
¿A dónde voy
para decirte que te quería,
que te quiero y que te daría mi calor
entero, que te compartiría cada día de mi vida
para que salieras sonriendo del cajón?

Abuelito, me vas a hacer falta cada uno de mis días.
Adiós.