La camioneta se detuvo a la mitad del camino de tierra. Se bajó un hombre alto, fornido, con sombrero y camisa de cuadros, con botas de piel de serpiente. El rostro desencajado por la sorpresa y bañado en el sudor del mediodía, usual en esta época del año. Un anciano de aspecto muy humilde se acercó a él. Pero ésa no era la razón de su parada tan inesperada, el viejo poco tenía que ver en ello. Él tenía cosas importantes por hacer ese día y aún así, nada lo hubiera preparado para esto.
Ahí, a la mitad del camino, había un caballo muerto, ensangrentado, con las patas desprendidas del cuerpo, como si hubiera sido embestido por un tren. Le faltaban pedazos de piel, y parecía estarse cociendo con el sol. Y ahí no había más que un camino de tierra interminable hacia adelante y hacia atrás, y un par de árboles secos en la distancia. Montañas a lo lejos, un sol abrumador. No se veía venir a un alma en todo lo que daba el horizonte.
Se apeó, entonces, en primer lugar ante la inexplicabilidad del suceso, y en segundo lugar para asistir al anciano.
-¿No me daría usté un aventón?
-Sí, Don, súbase, pero oiga ¿Qué pasó aquí?
-Pos que me pegó un carro y me fregó a mi Negrita.
-¿Cómo que un carro? No pero si alguien hace eso segurito que se mata con usted.
-Ya llevo yo aquí todo´l día, no sea malito por favor lléveme aquí a San Juan Mictlán, y le cuento en el camino.
Algo no era de fiar. ¿Un coche le pega a un caballo con todo y un anciano solitario, a la mitad de la nada, con la mejor luz, en un camino plano y recto y con perfecta visibilidad? Seguramente todo era parte de una trampa que no alcanzaba a ver del todo, algo sonaba demasiado mal. Súbase usted, ahorita llegamos, le dijo al anciano, mientras se ponía de nuevo tras el volante y sacaba su pistola de debajo del asiento. Ya veremos si me quieres chingar, viejo cabrón, pensó mientras escondía el arma. Me quiso ver la cara, por aquí no hay ningún lugar llamado San Juan Mictlán.
El anciano trepó dificultosamente al vehículo. Arrancaron. Podía pasar por alto la excesiva vitalidad del señor, que a pesar de su edad resistía al sol implacable de ese día; eso sin contar la fuerza que tenía para su edad. ¿Subirse por mano propia en una camioneta? Su acento tampoco era de aquí, sonaba fingido. Para eso podía inventarse muchas excusas, pero a lo que no le encontraba una explicación era al olor del viejo; como a carne rancia y cocida. Conforme manejaba sus ideas comenzaban a ordenarse. El calor descomponía a los animales rápidamente, pero un ritmo así no era normal, ese caballo bien parecía tener varios días ahí. Y, más aún, el olor no parecía pertenecer al caballo, sino al viejo en sí mismo. El viejo parecía estar pudriéndose con vida. Esto era demasiado, a fin de cuentas tenía el arma y él era sólo un viejo, ¿Qué tanto podía temer realmente? Necesitaba relajarse, así que pensó en una frase cualquiera para comenzar la plática.
-Oiga, Don, ya ni le dije, feliz día de muertos.
-Jaja, ¿Sabes, Julián, por qué se dice feliz día de muertos?
Julián sacó su arma del lateral del asiento y le apuntó en la frente al anciano.
-¿¿Quién chingados eres??
No lo había notado antes; el rostro del anciano, a pesar de las severas arrugas, no presentaba rasgos inusuales; pero era por debajo de su ropa, por entre el tejido grueso de su camisa, que brotaba un ligero humo. El olor nauseabundo a carne podrida. El anciano se seguía riendo, con una voz en extremo inusual, con una tesitura y vitalidad muy diferentes. Ignoró el arma fría que le rozaba la frente, y volteó a ver el camino como si nada sucediera.
-El día de los fieles difuntos no es un día feliz para los vivos. Recuerdan a su madre, a su hermano, a su esposo muerto. Es un día agridulce, feliz a medias, para toda tu raza. Pero para los muertos, para ellos sí es un día alegre. En el silencio de la noche regresan a sus casas, comen su comida preferida y duermen en sus antiguas camas. Besan a sus hijos en la frente, abrazan a sus amores. Aunque nadie se de cuenta, para ellos es un día increíblemente feliz, desde la caída de la noche hasta el renacer del nuevo sol. Los vivos no se desean feliz día de los fieles difuntos, se lo desean los muertos mismos.
Julián contuvo la respiración. Hacía rato que no se fijaba en el caminito empedrado, y aún así seguía acelerando y moviendo el volante como si tuviera ojos en el oído izquierdo. Sostuvo el arma, con la sensación de que todo sería inútil. El viejo volteó con una risita.
-¿Julián? Feliz día de muertos.
Disparó hasta quedarse sin balas, acompañó cada cartucho con un grito que le desgarraba el pecho. Pero el viejo no dejaba de reírse. De cada agujero de bala salía el humo putrefacto que llenaba el ambiente y cegaba la visibilidad, el motor gritaba también, y la suspensión tronaba, por el exceso de velocidad en el baldío. Julián volteó para fijarse en el camino, para escapar o saltar del automóvil en movimiento. Pero no pudo hacerlo. El caminito de tierra estaba en algún otro lado, perdido, detrás, mientras la camioneta se conducía sola a la mitad del desierto. Desierto de todo excepto de una piedra grande, enorme, que impactó con la llanta delantera derecha. La camioneta se elevó, dió medio giro en el aire. Entre el grito de Julián, el aullido del motor, la carrocería despedazada, y el sol fulminante, el tiempo se extendió por mucho más de lo que le tomó caer a la camioneta. A la mitad del vuelco, ya totalmente de cabeza, el viejo pronunció su sentencia final:
-¡Yo soy la muerte, idiota! ¡Hoy hago una parada en el Mictlán, y tú vas a ser mi ofrenda!
La camioneta cayó violentamente y agarró fuego. Pero a la media hora, el desierto estaba callado. No había más que un camino de tierra interminable hacia adelante y hacia atrás, y un par de árboles secos en la distancia. Montañas a lo lejos, un sol abrumador. No se veía venir a un alma en todo lo que daba el horizonte...
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