(Relato de un sueño real)
La humanidad entera se agrupaba a orillas del mar, esperando el fin del mundo. El mar era oscurísimo, con olas demasiado grandes, pegando en piedras de obsidiana, entre nubes opacas de tormenta. No había arena blanca, ni luz de sol. Solamente el mar implacable y la humanidad, sobre las rocas negras.
Corrí entre la gente, buscando caras conocidas entre la muchedumbre; pero no encontré a nadie. La gente permanecía quieta. Cada veintena de metros había una persona que se subía en una piedra alta y le hablaba a los demás, como una especie de líder. Hablaban de la bondad del término de los tiempos, de la armonía con la naturaleza, y de cantarle al mar.
Me detuve, sin aliento, resignado a esperar el fin del mundo solo. La líder frente a mí (una señora de edad avanzada y cabellos blancos) habló de recibir el fin en nuestra forma más pura, y para ello debíamos desnudarnos. Y la humanidad entera nos quitamos las ropas, y sentimos que todo iría bien.
De repente, algo dormido se movió en nuestra alma, y todos supimos de inmediato que era la última hora. Los líderes gritaron, dando indicaciones, en el temblor del mundo, y docenas de maquinarias enormes flotaron en dirección al mar. Eran estadios voladores, tazones inmensos repletos de gente, flotando a varios metros del piso, con grandes turbinas y luces de color azul eléctrico en su parte exterior. Estructuras de metal oscuro, llenas de gente cantando, en dirección al mar.
Todos cantábamos una canción hermosa, una canción que teníamos escondida. Era increíble escuchar el canto de la humanidad. Pero las olas gritaron, y crecieron cada vez más. Las nubes se agitaron y empezaron a caer rayos. Las olas abrieron abismos, y los estadios se voltearon y cayeron en la oscuridad; y fue terrible escuchar el grito de pueblos enteros. El mar comenzó a tragarse a todos, pero no a mí. Yo siempre estuve en las rocas, con el resto de la gente, y el caos se apoderó de todos; por el mar que nos tragaba uno a uno. Entonces di la vuelta, corrí unos pasos y me encontré en mi antigua escuela.
Los muros estaban derruidos y coarteados; los vidrios rotos. El edificio se veía quinientos años más viejo de lo que en realidad era. El viento sonaba como las turbinas de un avión. Todo seguía oscuro.
Pero nada de esto fue lo que llamó mi atención. Porque ahí, en el pasillo, entre las escaleras y los salones, se encontraba mi madre. Joven, feliz, incluso radiante. Con sus zapatillas puestas, y con su viejo tutú.
-Siempre amé bailar. Como ya es el fin del mundo, me gustaría terminarme bailando.-
Contemplé la escena por un segundo, estupefacto. Luego la tomé del brazo y comencé a correr. Le dije -¡Ven!- Entramos de prisa a un salón, y a los pocos metros ya estábamos entre las plantas, la maleza. En medio de una selva. Y corrimos entre hojas grandes y gruesas, en medio de la noche más oscura del mundo. Quizá corrimos toda la vida, la noche no terminaba y las plantas se amontonaban alrededor; verde oscuro y negro. No se veía un camino, ni más allá de un metro. Sólo habían hojas en un bosque asfixiante.
Terminaron las plantas, y nos abrimos paso a un claro lleno de luz, con tierra castaña, y los dos árboles del Edén en medio. Una voz, mi pensamiento, mi corazón retumbando en estruendo me dijo todo lo que debía saber.
Fuimos los únicos sobrevivientes del fin del mundo. Ahora era nuestro trabajo comenzar una tierra nueva. Recomenzar a la humanidad.
Como alguna vez hicieron Adán y Eva.
-Necesito escribir- dije -Necesito apuntar todo lo que sé, todo lo que recuerde. La humanidad entera que conocí no puede quedar en el olvido. Necesito escribir todo lo que pueda.-
En ese momento, desperté.
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