Te reconocí

Te reconocí. Bajo la epidermis, aguardabas hasta encontrarme.

Sabía que eras tú en cuanto me penetraste por los ojos, el ombligo, las fosas nasales; por los oídos, bajo las uñas, mi diminuta mollera; y hasta mi despreocupada sangre.

Eras tú, lo supe al instante. Nadie más puede secretar ese llamado latente en el aire. Nadie hace la desintegración de mi cuerpo tan agradable. Yo ya no soy yo, yo soy tú, y por eso vengo tan torpemente, buscándote, intentando reintegrarme. Soy como tu brazo, tan sólo un pedazo tuyo usado para crearme. (Adán, soy tu costilla, repárame).

Basta. Ahora tómame, quiero ser como sal disuelta en tu agua, como tejido unido a tu carne. Ya no me hagas esperar más, ya te esperé bastante. Tómame entre tus labios, termíname a besos, por favor deshazme.

Sol y Luna

Muy lejano permanece ahora el día en el que Mar creó el regalo de Vida, su amante. Se sabe que, vertiéndose de su mente como un pensamiento demasiado grande, el mundo comenzó a formarse a la mitad del vacío, al principio del tiempo.


Sucedió en algún momento que el pensamiento de Mar, majestuoso pero insuficiente para la creación entera, parecía diluirse entre las maravillas de la tierra, por ser éstas tan variadas y numerosas, y por tanto tuvo que hacer uso de otros elementos para terminar su regalo. En señal de que su amor fuese visible en el mundo entero, introdujo un puño en el pecho y extrajo su palpitante corazón. Acto seguido, le aventó a los cielos, para que éste se paseara majestuosamente por encima de todo. Vida, para sorpresa de Mar, le imitó en su acto de amor eterno, y ambas esferas llameantes paseaban juntas por toda la cortina celeste. Sin separarse ni dejar de arder (arder uno por el otro) jamás. Iluminando intensamente todo lo que era con su cariño.



* * * * *



Llegó entonces el día, ya relatado muchas veces, en que Dios Uno sacrificó y escondió a Vida para poblar la tierra seca y vacía. Testigos de ésto fueron los dos corazones incandescentes, puesto que ellos ocupaban, desde ese entonces, el lugar más alto del mundo. Ambos conocieron de primera mano los planes de Dios Primero, y saben ambos del lugar donde Vida yace latente. Pero ninguno de ellos ha podido comunicar su testimonio a Mar, al día de hoy.


El corazón de Vida cayó en un profundo trance, perdió su lumbre poco a poco y comenzó a flotar a la deriva, aguardando desde ese triste día su momento de resurrección. Es lo que hoy el hombre conoce como Luna, y del eco de su aletargado amor se inventaron los poemas.


El corazón de Mar solamente ardió con más fuerza, con más ira, mientras se dirigía a su amo a toda velocidad. Pero Mar ya llevaba un buen rato cavando y llorando en las entrañas de la tierra, así que su corazón cayó en picada al fondo del océano, creyendo éste que podría resistir al agua lo suficiente para encontrarle. Se arrastró trabajosamente hacia afuera, derrotado al instante por el mar, y esperó largas horas para recuperar su fortaleza. En cuanto recuperó su fiereza insoportable, su calor infinito, se impulsó de nuevo hasta el límite del cielo, para revisar el sitio donde Vida yace escondida hasta nuestros días. En cuanto llega al cenit le localiza, y cae de nuevo al Mar para intentar avisarle a su dueño. Pero cada día vuelve a ser derrotado por la tristeza de esas lágrimas sin fin, y aguarda paciente su recuperación, para intentar todo de nuevo, mientras observa al corazón de su amada vagar a deshoras a lo largo del mundo. Al corazón de Mar el hombre le bautizó como Sol.

De pocas cosas...

De pocas cosas estoy seguro sobre ti.

Quizá sea tu cabello espigado. No lo sé. O quizá sea tu risa sincera. Tal vez sean tus manos torpes, que buscan las mías empapadas en tu inexperiencia. O tu querer ingenuo y fresco, tan distinto del mío, que está tan desgastado. Tan seco. O tu cuerpo. Tu cuerpo que es como una fruta mudando al color correcto; o un botón, el hijo de una flor, a un día de abrir su ojo naciente al cielo. O la manera en que viajas hasta mi mente cuando no estás. O la forma en que hablas cuando de verdad estás seria y buceas en tus pensamientos.

No lo sé, casi no sé nada, no me interesa saberlo; nada sé, salvo dos cosas: Sé que es el incendio descontrolado latiendo bajo tu piel, subiendo por tus ojos y hasta mi mirada flamable. Es la pólvora en mi boca teniendo ganas de hacer explosión. Es la tentación de hacernos cenizas mutuamente, con el calor insoportable de tu cuerpo. (En nuestro intenso brillo, te apuesto que nos envidiaría el Sol).

Al menos eso, y el hecho de que la gente me diga No lo hagas. Tú ya no eres ningún niño, y ella aún no es ninguna mujer.

El señor de tirantes

Carlos, dame por favor mi express, solía decirme en cuanto se sentaba. Tardaba en servírselo un minuto exactamente, él se lo tomaba en medio, La cuenta por favor, Carlitos, ten de una vez el dinero, le daba cambio, dulces de menta, se despedía con una sonrisa. Pocos me han preguntado el nombre en ese lugar, menos aún se lo aprendían para siempre. Contaba con una mano a los que, además, eran cariñosos (y en tiempo récord). Lo atendía hasta con amor, mi cliente viejo y grande del café express.

Lo vi un martes. Murió de un infarto en jueves.

Intro a "Fotografías"

Han de saber que también soy aficionado a las fotos, en este caso con mi celular (sí, ya sé, qué patético, pero no tengo ningún aparato mejor). A veces tomo cosas que en verdad son bonitas!! (Como las fotos que ya adornan, o adornaban, el lateral del blog), así que quiero aprovechar este espacio para compartírselas. Debajo de cada foto pondré una breve explicación de su origen. Disfruten!!

(Sonido de aplausos y flashes de colores).

Nota agregada unas cuantas horas después: Oigan acabo de descubrir que si dan click encima de las imágenes pueden verlas en su tamaño normal :) jaja seguramente muchos de ustedes ya lo sabían, pero en mi caso es todo un hallazgo!! Háganlo en las fotos para apreciar el detalle en aquellas que lo necesiten...

Invierno y Primavera

Se cuenta que, en aquellos tiempos antiguos, Primavera paseaba por el mundo. Se dice que tras cada una de sus pisadas salían flores siempre distintas, y que tras el eco de su risa se originó el canto de los pájaros. Las piedras que tocaba se convertían en animales de carne y hueso. Su euforia era la lluvia sobre el campo, y cuando soñaba por las noches, las luciérnagas cubrían el mundo con pequeñas luces de miles de colores; acompañadas por las sinfonías (en ese entonces inmensas y complejas) de los saltamontes. Frondosos eran sus árboles, y altas sus cascadas, y verdes sus praderas. Todo el tiempo, durante largas eras, sin que nada pereciera jamás.

En esos tiempos en que la tierra era aún joven y sonreía alegre, porque aún no llegaban los hombres. Aquellos tiempos en que la Creación no se había olvidado de Dios Primero.


* * * * *


En algún momento de esos tiempos lejanos, Primavera llegó al mar; al cúmulo de agua que ahora es casi infinito, y que el Dios Mar había hecho en busca de Vida. Primavera jamás le había visto, porque en ese entonces no tenía el tamaño que ahora tiene.

Dios Primero, sabiendo siempre la forma en que se ha de ordenar todo, le sopló su aliento sobre el rostro. Y ella entendió, en tan sólo un instante, su verdadero origen. Su existencia era consecuencia directa de la muerte de Vida, y de la tristeza de Mar. Agobiada por ese pensamiento, Primavera dejó de esparcir flores al caminar, y la lluvia de su euforia cesó por mucho tiempo. Se retiró a un lugar lejano y vacío, que en ese entonces se llamaba Desierto. Y se secó. Bajo sus pies permaneció siempre la arena que cubría al mundo desde el primer dia, porque nunca le importó hacer pasto de nuevo, ni arroyos, ni altas cascadas. Rara vez hizo animales, puesto que casi no encontró piedras, y a las pocas plantas que hizo les colocó las espinas de su corazón, en señal de la desdicha que sentía por existir, y por el dolor de Vida y Mar.

En su hora más oscura creó, con la última piedra del lugar, una semilla a semejanza de ella, en la cual vertió sus mejores atributos y sus peores lamentos. Llamó a esta semilla Hombre, y la ocultó en el fondo del Desierto, como quien encierra sus secretos en el fondo del alma. De esta manera, y olvidando quién era (puesto que se había vertido por completo en la semilla), se dió a vagar por el mundo que hace tanto había abandonado. Y jamás regresó al Desierto (lo que se ve en ese lugar en el presente es lo mismo que ella vió antes de marcharse).


* * * * *


Retornó para encontrar el mundo envuelto en frío. Ahora alguien más se paseaba por la tierra, alguien que había encontrado a los árboles con hojas muertas, a los pastos amarillos y a las criaturas hambrientas. Su nombre era Invierno. Como nada sabía él de las cosas de Primavera, decidió esparcir su frío aliento para cubrir el pasto con su piel blanca, solidificar las aguas y poner a dormir a los animales, en lo que pensaba qué hacer con todo ello.

Una mirada les bastó, entre el hielo, para enamorarse. En su ignorancia (puesto que ninguno de los dos sabía ya nada) se amaron con la intensidad de dos soles al entrar en colisión.

A Primavera se le encendió de nuevo la piel, y las flores le estallaron por todos los poros, y el agua se precipitó río abajo una vez más, y los animales despertaron súbitamente, recobrados de su letargo. En su explosión de amor, cubrió a la tierra de pasto verde una vez más. Pero Invierno no lo resistió, se derritió como la nieve en el deshielo.


* * * * *


Pasó un buen tiempo antes de que entendieran su ciclo eterno. Cada año, Primavera deja de regar lluvias y cantos, y las cosas se entristecen y se secan. Con la muerte de las cosas, renace Invierno para salvar lo que aún subsiste, para cubrirle en frío y hielo, y para mirarse a los ojos después. Largos días permanecen juntos, hasta que deciden amarse de la manera más intensa posible, cada equinoccio de Primavera. En el torbellino de sus cuerpos sedientos, Invierno no puede evitar derretirse por el imparable estremecimiento de Primavera. Queda ella sola, un buen rato, admirando el pasto tibio y las luciérnagas de colores. Hasta que decide repetir el círculo, una vez más...

¿Cuántos rayos de luz...

¿Cuántos rayos de luz hay en un día soleado?

Pues, de la misma manera, yo tampoco puedo responderte cuánto te amo.

Oración

Hablando del baúl de los recuerdos...
(Cabe decir que yo no soy el autor de ésto... es sólo una oración que solía hacer con bastante frecuencia... y, ahora que el tema se puso de moda en mi cabeza, sólo me resta compartírselos...)

"Señor,
danos la fuerza para jugar este juego
con toda nuestra fortaleza.
Y mientras lo hacemos,
no permitas que digamos o hagamos
algo que te pueda ofender.
Y si en algún momento yo me olvido de ti,
tú no te olvides de mí.
Bienaventurados aquellos
los que juegan con coraje y sin ira,
porque ellos son
los que se están haciendo hombres."

Cinco treinta

Casi siempre hay clientes a esa hora... Por eso fue raro sentarme en la mesa seis, para admirar la calle desierta. El mundo se había detenido ese sábado. No había nadie alrededor, a esa hora sólo existía el atardecer.


Eso y mi cabeza saturada. Faltaba mi trabajo de estadística, faltaba terminar el semestre, faltaba dinero en casa, faltaban amigos leales. Faltaba algo en todos los espejos, porque al que veía últimamente a la cara ya no podía ser yo. Estaba desprovisto, desnudo, pausado. (Como una oración entre paréntesis). Me desbarataba de frente al sol que se desangraba, como yo, pero en el cielo.


El mundo callaba, atento a mis pensamientos. En sus suspiros de viento se revolvía su inquietud. Me revolvía el cabello. Entonces, el sol brilló por entre los espectaculares, por entre las ramas altas y distantes del camellón opuesto. Me bañó en un último haz de luz potente antes de expirar en la boca del horizonte, mirándome a los ojos hasta el último instante, como cualquier moribundo. Parecía haberse disuelto con tranquilidad allá arriba, en el otro mar azul. Aquel al que sólo llegamos volando. Manchó el cielo como una pintura disuelta en agua, con tonos rosados y magentas. Empapando las nubes como si fueran esponjas violetas, sedientas de él.

Lo entendí en ese momento, me golpeó el entendimiento como un balde de agua sobre la cabeza. Éste no era el sol, jamás lo ha sido. No es un astro incandescente, ni una estrella demasiado cercana. Es una señal de vida, de alegría, de esperanza. Es la certeza de que todo sabrá mejor mañana. Es Su Mirada. Es la mejor pintura jamás hecha, en el lienzo más grande del mundo, reinventándose dos veces por día, en cada preciso momento que divide a la luz y a la oscuridad. Es un mensaje: "Todo va a estar bien".


(Dios sólo nos ve con un ojo porque, si nos viese con los dos, nada en la tierra lo soportaría).

Me dejaré llevar por la vida; y sí, ya sé que me habías dicho que lo hiciera desde un principio. Seré como la luz que irradias de tu iris. Fluiré a través del Universo un día de éstos. Es más, hubiera comenzado a hacerlo en ese instante si no hubiera tenido que suplirlo por un habitual Buenas tardes señor, bienvenido...

Metamorfosis

Es sólo un pensamiento que tuve hoy... Quizá mañana ya no esté, porque siempre se van cambiando, se suceden para que jamás sea el mismo. Se atropellan, todos quieren ser al mismo tiempo, para perderme y para reinventarme en cada parpadeo.

Esta noche mudó de mí el pensamiento de tu esencia sabor durazno. Se le adelantó la fecha de caducidad (en la garganta, me queda un remanente de la fruta amarga, como si hubiera caducado). Es sólo un recuerdo demasiado empapado, un pensamiento que no puede subir al tiempo y suceder de una buena vez. Es la desgana por las manos vacías, las promesas que me hiciste transformadas en nubes de colores. En mariposas que ya se fueron a no sé dónde. Y la larva que se me metió por la planta de los pies.

Estoy transformándome, por favor no me hables. Quiero fermentarme a solas con mi tristeza estúpida hasta que esté listo para romper la crisálida, y presumirte mi nuevo yo. Pero, por favor, digamos alto por el día de hoy a tu juego de espejos. Se me escapa el alma de entre las palabras. Sólo estoy escupiendo frases azarosas. Basta. Hazme callar. No tomarás más de mí por hoy. No diré una palabra más.

O mejor sí. Retiro lo dicho, por favor márcame ahorita. No puedo recomenzar sin tu comando, sin tu limpia voz. Sin tu cálido aliento adentro del pecho.

Desde lo alto

Admiraba el brillante fondo infinito con asombro, con la orilla rocosa bajo sus pies desnudos. El sol se erguía orgulloso y amable en el cielo, y el viento le acariciaba la piel y el cabello como si fuese su romance adolescente. Estaba ahí, al borde del precipicio; sin arnés, ni cuerdas, y con la desconfianza olvidadada en algún lugar. Alrededor, en la distancia, las copas de los árboles jugaban a bailar con el aire, a hacer ondas invisibles con el follaje.

Siguió contemplando el fondo como si por él suspirara la tierra. Era un agujero magnífico, aquel cuya orilla le mantenía en pie en ese momento. Parecía el ombligo del mundo. A través del infinito de la caída del túnel, creyó ver lo que del otro lado le esperaba (aunque, desde aquí, solo le llegara un sordo rumor de agua clara).

El amigable orificio de piedra plateada le invitaba a sus entrañas. Cual anillo sin fondo, decorado con motivos de hebras de oro desde el interior. Reflejando la luz de afuera con una intensidad desmesurada, la galería gigante que mi corazón encontró en la tierra parecía un tubo de prisma con diamantina; quieto y majestuoso.

La sangre que lo recorría no dudó en hacerlo. Tampoco sus latidos emocionados. Ni siquiera se molestó en avisarme cuando saltó en arco al precipicio de color. No pude evitarlo, no tuvo caso siquiera gritarle: ¡Corazón! Porque en ese momento, sin tener idea de cómo ni por qué, me topé con tu mirada.

Y mi corazón (que ya sabía de tu llegada) cayó maravillado por ese túnel colorífico, el que comienza en tu iris y que lleva directo a tu alma.

Tres días de oscuridad parte 2

Eran pájaros. Pájaros de verdad. Cantando, afuera. Y el sonido del viento, acariciando al mar en la distancia. Al principio creí que estaba teniendo un sueño agradable, porque mis ojos estaban cerrados. Pero los abrí, y seguí escuchando los trinos. Los ecos del agua. Por la ranurita de la puerta, se colaba una ligera luz blanca, que se arrastraba débilmente hasta perderse en nuestra penumbra, donde sólo brillaban las velas. Como al final de las tormentas que ya habíamos pasado ahí abajo.

-¿Ya habrá terminado?

-No, no abras. Mejor esperemos un poco. Hay algo extraño.

-Pero hay pájaros allá afuera, los estás oyendo.

-¿Y si es una trampa?

-Mamá...

-No, Manuel, ahorita no. No te arriesgues. No llevamos nada aquí.

-Ugh.

Manuel se sentó sobre el primer escalón, en espera de poder abrir la puerta tan pronto como fuera posible, si mamá cambiaba de opinión. Todos nos acurrucamos en nuestros lugares, de nuevo, un poco más calmados. El sonido era en verdad agradable, casi se podía sentir la calidez de un día de verano en el cuerpo. Mis hermanos más chicos se relajaron con el sonido de los pájaros, y volvieron a cerrar los ojos. Se quedaron dormidos poco a poco. Pasó un buen rato. Las horas eran lentas en ese lugar, como si les costara trabajo fluir a través del tiempo. Yo estaba en los brazos de mamá, intentando perderme en un sueño que tuviera de fondo a los pajaritos. Pero no pude, porque después de un rato comenzó una plática que capturó a mi sueño y atención.

-Entonces, ¿nos escondemos un rato y ya?

No me atreví a abrir los ojos en caso de que interrumpieran su plática por mi culpa. Pero paré el oído de manera hambrienta. Yo tenía la misma pregunta que Manuelito circulando en mi cabeza. Su tono se escuchaba seco, como cuando recién caía en la cuenta de algo.

-¿Qué quieres decir?

-O sea, lo único que tiene que hacer alguien para salvarse de todo mal, supuestamente, es esconderse y ya. Esperar a que todo termine. Vaya plan de Dios.

-Bueno, hijo, no sé, no creo que sea así de sencillo. Seguramente hay trampas y problemas que pueden confundir a muchas personas, yo la verdad no sé nada...

-Porque entonces, cualquier violador o asesino o criminal que haya rondado la tierra sólo tiene que esconderse y no abrir por nada del mundo y salir al término de todo, y seguir como siempre.

-No, hijo, yo creo que el plan de Dios...

-El plan de Dios no sirve, mamá, porque sólo basta esconderse. ¿Ves el error? Algo no me cuadra, algo no está bien. O quizá no había que esconderse, porque los que son malos quedaron exterminados en un segundo, ¡Oye a los pajaritos!¡Mira la luz por debajo de la puerta!

Imaginé en mi cabeza los escalones que clareaban conforme se acercaban a la puerta. Entreabrí un poquito los ojos. Ahí, en el marco, brillaba una luz amigable. Se escuchó un sonido de ropas, y un eco de pisadas subiendo las escaleras.

-Siéntate.

Fue impactante la forma en la que lo dijo. En un susurro apenas audible, mi madre había colapsado su angustia y su enojo. Bajo mi ropa, sentí la tensión de sus músculos. Mi hermano seguramente sintió lo mismo, porque las pisadas cesaron. Otra vez el sonido de ropas. Se había sentado nuevamente. Tardó unos segundos en hablar.

-Sólo tengo esa duda. ¿Qué pasaría si uno de nosotros no debiera estar aquí? ¿Qué tal que alguien no debiera salir vivo? ¿Lo dejarían salvarse?

-No vas a hablar así enfrente de tus hermanos, no te van a escuchar decir eso. ¿Ellos no merecen salvarse? ¿O tú? ¿O yo? ¡¿Hay alguien aquí que no se lo merezca?! Digo, infórmame de una buena vez, porque le hubiéramos cambiado el lugar por Jaime.

-Mamá, cálmate, Jaime va a estar bien.

-Entonces te acabas de responder tu pregunta. Si Jaime está bien aunque lo dejamos afuera, entonces los que no merezcan esconderse no podrán quedarse adentro.

-Bueno, y...

La conversación terminó ahí. Tuve que abrir los ojos, por la sorpresa. Mis hermanos también despertaron de inmediato. Se escucharon pisadas afuera. Habían sombras tras la puerta. Anita y el pequeño se quedaron sobre la cama, un poco asustados, pero los demás nos amontonamos a un par de escalones de la entrada. Nadie podía creer lo que escuchábamos. Era Quique.

-¡Ábreme!

-¡¿Estás bien?!

-¡¡Hijo!!¡Ábrele la puerta!

-¡Ábreme!

-¿Es seguro?

-¡¡Apúrate!!

-Estoy bien, no creerán lo que hay aquí afuera, es increíble. ¡No hay nadie cerca Menito, ábreme!

-........No.

-¡Menito, pendejo, soy tu hermano, idiota!

-¡¿Qué haces?!¡¿Has perdido la razón?!

-Compruébanos que eres tú.

-¡Carajo, no tengo tiempo para esto! ¿Entiendes lo que está pasando aquí afuera?

Enrique calló unos segundos. Todos le copiamos.

-¡¡Mierda, Manuel, creo que alguien viene, ábreme!! ¡Soy Enrique Enos, tengo veinte años, tengo una cicatriz que tú me hiciste en la pierna cuando tenía seis años, sólo tú sabes que mi última boleta de la prepa es falsa y le pagué al maestro para plagiarla, mamá, nací un domingo a las diez de la mañana, carajo ábreme!

Mamá gritaba y golpeaba a Manuel en el brazo para que abriera la puerta. Pero Manuel no se movía, miraba con ojos serios y fijos a mamá; le sostenía una muñeca firmemente, para que no abriera ella. Su mirada era tan fría que nadie le decía nada, con tal de escuchar lo que tenía que decir. Yo no pude hacer ni decir nada, todo era demasiado rápido para mí.

-Reza el Credo.

-¡Manuel no tengo tiempo de esto!

-¡Reza el maldito Credo!¡Si no puedes rezarlo, entonces no eres tú, mi vida!

Iba muy bien, su sangre fría le apuntaba en la dirección correcta. Rezar el Credo es creerlo, y no todas las cosas en el mundo pueden hacerlo. Iba muy bien, hasta que se sintió demasiado seguro, hasta que cometió la estupidez más grande, el único detalle que no debía dejar en el olvido. Se confió demasiado, ni siquiera reparó en lo que mamá dijo:

-¡¡¡Es Papá!!!

Si le hubiera puesto un poco de atención, si hubiera pensado que mamá no estaba escuchando mal, jamás habría hecho lo que hizo. Estiró el cuello, se paró de puntas, y se asomó por la ranura de la puerta. No tuve tiempo de avisarle, caí en cuenta de ello hasta el último momento. Manuel escuchaba a Helena. Mamá escuchaba a Papá. Yo escuchaba a Quique, claramente en mi cabeza. Pero todos estábamos equivocados. Tan pronto como su mirada rozó el mundo exterior, pasaron muchas cosas muy rápido. Su cuerpo se contrajo violentamente y su mirada se cristalizó. El sonido de los pájaros se cortó de repente, como quien detiene una cinta de súbito, y un zumbido ensordecedor se hizo presente en todo el cuarto, sustituyéndolos. Era un sonido terrible, casi insoportable, pero no peor a aquello que lo provocaba.

Entraron a través de la ranurita de la puerta, impulsadas por algo sobrenatural, por algo que las hacía moverse demasiado rápido, con demasiada precisión. Se metieron a mi hermano por su boca abierta, sorprendida, inmovilizada como su cuerpo entero. Lo tomamos de las manos para intentar quitarlo del paso, pero era imposible, parecía haberse transformado en una pesada estatua. Solamente pudimos ver y gritar, porque nadie pudo hacer nada, no nos atrevimos a pegarles con la mano, ni siquiera para desviar su trayectoria, como cuando encuentras a una de ellas sola. Éstas eran demasiadas. Cientos. Un ejército entero de moscas invadiendo las entrañas de mi hermano.

Entraron todas directamente a su boca; y le hicieron salir proyectado, escaleras abajo, hasta impactarse con el mueble de víveres. Corrimos a auxiliarlo, sin bien nadie sabía qué hacer en realidad. Anita y Joaquín se tapaban con las cobijas, con sus sollozos resonando entre el potente zumbido. Nosotros corrimos hacia Manuel, que comenzó a hablar y moverse sin lógica. Sus ojos miraban con desesperación hacia abajo, intentando ver su boca; y sus manos intentaban tapársela, sin conseguirlo, como si éstas obedecieran unos segundos y se revelaran después, lanzándose hacia los lados. Manuelito luchaba por el control de su cuerpo. Entre la lucha, entre los manotazos fallidos contra su boca, no pudo reprimir palabras que jamás hubiera dicho de otro modo:


-¡Debajo de la creación... en el aliento... de las tinieblas... En el imperio... de la mosca... hay una salvación... mal hecha... Una nueva... vida eterna... para el hombre... de la cual... ya... eres... PARTE!


No pude moverme. Quedé horrorizado. Los zumbidos, que querían hacer explotar mi cabeza, ya no venían de afuera. Ahora venían de adentro de mi hermano.

Mi madre fue más veloz. Tomó un garrafón mediano. Lo abrió con violencia, entre los gritos y los zumbidos. Tenía la cara pálida y le temblaban las manos, pero en sus ojos brillaba una determinación llena de furia. Se sentó en el pecho de Manuel, y le metió la abertura del recipiente en la boca, vaciándole el agua entre frases ahogadas, toz y tragos. Las manos de Manuelito seguían sin control, a ratos golpeaban el rostro de mamá, y a ratos las contenía a su costado, entre temblores involuntarios. Pero ella no se movió. El agua nos salpicó a todos, y manchó el piso y la ropa. Pero Menito pudo tomársela entre su ahogo, y el zumbido fue muriendo poco a poco. Sus manos comenzaron a temblar menos, a relajarse. El recipiente se vació del todo, estrepitosamente, como si el agua se atropellara en su intento de liberarse. Mamá lo aventó a una esquina, y le tomó el rostro entre las manos. Manuel comenzó a llorar, con una agonía terrible, incurable. Nosotros no comenzamos a llorar en ese momento. Teníamos ya un rato haciéndolo.


* * * * *


Todos dormían, menos yo. Hacía rato que el sueño había vencido a los demás. Quizá llevábamos un día ahí adentro, al menos por lo que intuía. Manuel se había compuesto casi del todo. Ya controlaba su cuerpo y sus palabras. Ahora, en cambio, hablaba poco, y cuando lo hacía, era para pedir disculpas. Mamá no lo soltó hasta que se fueron a dormir, y ahora ella descansaba abrazando a mis hermanitos. De afuera, ya no había ni luz agradable, ni sonidos. Silencio y oscuridad absolutos. Como si el cuarto flotara a la mitad del vacío, o en el espacio exterior.

No podía dormir, la mente me daba vueltas. ¿Qué iba a suceder ahora?¿Qué pasaría si no sobrevivíamos? ¿Y qué pasaba si sí sobrevivíamos? No estaba muy seguro de querer saber, prefería que la vida se hubiera detenido en ese mismo instante, en mi único momento de certidumbre. Ese instante plagado de penumbra era lo único que daba por garantizado, el último lugar seguro que me quedaba. Pero no podía ser así.


-Carlos.


Era Manuel. No supe cómo adivinó que no dormía. Habló en un tono muy bajo, así que intuí que no quería despertar a los otros. Me acerqué con cautela, para que los demás permanecieran dormidos. Me arrodillé a su lado, para que él pudiera permanecer acostado.


-Carlitos, lo siento mucho.

-Menito, no...

-Calla. Hay algo que te tengo que decir. Discúlpame, por favor, por lo que tiene que suceder. Pero es necesario que lo sepas.


El silencio se hizo, de ser posible, más pronunciado.


-Carlitos, aún las traigo adentro. Y me siguen hablando.


Tomó mi mano entre las suyas. Su mirada era pálida y triste, como si cargara la tristeza de todo un dios, o del mundo entero.


-Necesito decirte qué es lo que me están diciendo, porque es necesario que lo sepas. Que lo entiendas. Y que, por favor, me perdones. Porque todo esto es culpa mía.


No supe realmente qué decirle. Las palabras me traicionaron, se escondieron como las arañas en el techo, sobre nuestras cabezas. Manuelito cerró los ojos en concentración (y en dolor), y comenzó a hablar:


-La podredumbre que circula tu cuerpo es ahora irreversible. Tú ya no puedes negarte al Emperador de las Moscas, al Soberano del Nuevo Mundo. Le has abierto las puertas de tu pequeño escondite, y por tanto has corrido a toda Esperanza. Por tanto, vivirás bajo sus nuevas reglas a partir de ahora. Comencemos un juego, el del fin del mundo. Empecemos con una prueba a tu sobrevaluado amor, veamos qué tan bien se le puede exprimir.


Se detuvo un momento. Comenzaron a correr lágrimas silenciosas por su rostro.


-Tu condena irresponsable es la causa de la condena de tus semejantes. ¿Eso es lo que llamas amor por ellos? Dices que a tu familia la llevas en el corazón, así que te demostraremos qué tan débil es en realidad ese músculo humano. Quitemos la analogía, la metáfora a la que tantos hombres le dan uso. Hagámosla realidad, metámoslos a todos ustedes en tus cavidades sanguíneas, en el mar de tu sangre que causa cada sístole y cada diástole. Tu corazón se vacía y se llena de tu agua carmesí entre cada latido, ¿Entiendes que alguien ahí dentro se puede ahogar?¿Por qué no sacarlos, entonces? Tuya es la decisión y de nadie más. Abre esa puerta, y arrodíllate por siempre y junto con ellos al nuevo Rey del Universo. Mantenla cerrada, y tu pequeño cuarto será una réplica de tu corazón, lleno de tu sangre hasta el último espacio, y sin aire para respirar. De ninguna manera creas que serás salvado, aquellos que son de la Esperanza ya se han ido con él. Aquí todas las almas nos pertenecen ya. Tuya es la decisión de cuándo quieres entregarlos a tu condena.


Permaneció con los ojos cerrados después de haber terminado. Sollozando silenciosamente. No supe qué decir. No existían palabras en ese momento.


-Lo siento, mamá. Lo bueno es que Anita y Joquito no estarán para ver esto.

-Lo sé.


Volteé rápidamente. No había visto que Mamá estaba despierta. Abrazaba las cobijas en silencio, con una mezcla de una tristeza infinita, y un descanso inmenso en el alma. Mis hermanitos ya no estaban en ningún lado. Ellos eran los únicos totalmente puros de corazón, y no tenían lugar en el juicio del fin del mundo. Se los había llevado la Esperanza.


-Y ahora, hay que decidir qué es lo que vamos a hacer.

-Esperamos a Dios.

-Dios ya se fué.


El silencio del cuarto se rompió como un cristalazo. Allá lejos, si bien la luz de las velas no nos permitía verlo, comenzó a escucharse en la puerta metálica un rápido goteo, un sonido parecido a un chorrito de agua corriendo de forma hambrienta. Pero ya nos lo había dicho Manuelito; aquello no era agua.

Tres días de oscuridad parte 1

(Relatan ciertas profecías, según fuentes no confirmadas, que en algún momento del fin del mundo, o del fin de la era, caerá la oscuridad total sobre la tierra, por un espacio de setenta y dos horas. Durante ese tiempo cuentan que es necesario guarecerse en los hogares, tapar todas las ventanas y todos los víveres con telas negras, y no salir; puesto que la maldad se encontrará ahí afuera, intentando entrar, y el aire será venenoso, y la ira de Dios estará rondando para acabar con sus enemigos, en una batalla que exterminará a tres cuartas partes de la humanidad. O algo así, elijan ustedes su página de internet favorita. Sólo piénsenlo un momento: ¿Y qué tal si...? ¿Y qué tal si no...? ).


* * * * *


No sé cuánto tiempo llevaba corriendo. Me ardían las piernas insoportablemente, desde hacía unos minutos ya me amenazaban con acalambrarse. El pecho lo sentía frío, y el corazón y la tráquea comenzaban a dolerme, por la falta de ejercicio. El aire entraba con demasiada violencia en mis pulmones, me los golpeaba con cada inhalación, y al exhalar intentaba llevárselos consigo, al exterior. Pero no me importaba, sabía que necesitaba permanecer lo más indiferente posible a mi agonía, si deseaba sobrevivir. Porque, a todo mi alrededor, estaban la señales que tanto había escuchado últimamente. No había manera de pensar en algo distinto, de eludirlo de mi realidad. La nube roja, a lo largo de todo el horizonte, allá lejos, mar adentro. Acercándose velozmente hacia el impotente puerto, que aguardaba tan inmóvil. El temblor del suelo; extremadamente ligero pero aún así tan constante desde hacía tanto tiempo, que ya no podía considerarse normal. Como un terremoto pequeñito pero eterno. Los centenares de gaviotas y aves, volando en grupos inmensos, escapando tierra adentro; junto con incontables ratas, que salían de cada grieta lo suficientemente grande, y de cada alcantarilla. Pero no sólo ellos; los gatos y los perros huían sin más, en grandes grupos, e inclusive los insectos volaban en masas negras en dirección opuesta a la nube. Alcancé a ver que hasta los peces intentaban escapar, pero su camino terminaba en la costa. Sin tener a donde más ir, desesperados, miles de ellos se amontonaban al llegar a la orilla, salían brincando a la arena para intentar escapar de aquel horror, y morían por la falta de aire. Preferían buscar un camino imposible en línea recta, que intentar rodear la masa continental antes de que llegara la nube.

Así íbamos todos corriendo todas las especies de la tierra, hombro con hombro, intentando escapar de algo aparentemente ineludible. Últimamente todos habían hablado de ello, era como un enorme chisme sin confirmar, de si se acercaba o no la hora última. En la red y en las noticias amarillistas, en las películas, los mitos urbanos se llenaban de teorías y profecías, tonerías, que no hacían sino satisfacer el morbo de las personas. Hasta hoy. Hoy sucedían cosas únicas, proféticas. Hoy termina el mundo.

Llegúe a casa, después de correr por todo el centro de la ciudad y subir la enorme colina, entre el caos inimaginable de la gente alrededor. Di la media vuelta para apreciar el panorama. En otros tiempos, la vista de la costera era magnífica; de noche era un mundo de lucecitas ahí debajo, rozadas por el mar. De día se veían los bloques perfectos de manzanas, y grandes barcos entrando y saliendo continuamente. Era difícil creer que en algún momento fue así, ya que la gente daba la impresión de ser hormiguitas huyendo del puerto, mientras la nube roja avanzaba cada vez más, interminable hacia sus dos extremos, como un insecticida. Cubriendo en sombras el agua bajo sí. No pude más, volteé hacia mi casa. Por fuera se veía normal, no habían vidrios rotos ni puertas forzadas. Como si nada sucediera dentro de ella. Estaba nervioso, ¿y si nadie estaba ahí, qué iba a hacer? Seguí corriendo, subí los escalones del jardín frontal y abrí la puerta. Ahí, sobre la sala, se encontraba Anita, abrazando a Joaquín. Eran mis dos hermanos más pequeños. Corrí a abrazarlos, lloraban.

-¿Dónde está mamá? ¿Dónde están los demás?

Un sonido fuerte de metal impactando con los cimientos de la casa se dió a conocer por la cocina. El garage. Mi madre abrió la puerta del comedor unos segundos más tarde, con Manuel, el segundo más grande de mis hermanos. Traía su uniforme de la escuela, como yo. Al fondo, se veía el coche humeante, aún encendido, estrellado contra una pared del garage. Al parecer no había reparado en frenar. Y a los pocos segundos recordé por qué.

-¿¿DÓNDE ESTABAS??

Me sacudió con una fuerza que no le conocía, mi madre. Tenía lágrimas en los ojos y escurriéndole por todo el rostro. Gritó algunas cosas que no recuerdo, y después de ello me abrazó. Me quedé sin palabras; ese día me había volado la escuela para ir al malecón. De ahí que tuviera que correr desde la costera.

-¿Y Quique? ¿Y tu padre? ¿Dónde están?

Nadie respondió. El silencio se hizo incómodo, el semblante de mi madre se endureció.

-Manuel, quiero que lleves a Carlos y a tus hermanos al refugio. Yo bajaré al centro...

-No mamá. Nos quedamos todos...

-...a buscarlos porque de seguro...

-...aquí, porque todos en la familia...

-...han de estar en la oficina trabajando...

-...¡sabemos que en cualquier emergencia, nos debemos ver aquí!

-...¡¡¡NO LOS QUIERO DEJAR, CARAJO!!!

Fue la primera vez que oía maldecir a mi madre. Manuel la sostuvo, ella ya no pudo más, lloraba demasiado. Solamente se escuchaba el temblor del piso (que aún proseguía) y los sollozos de mi madre; junto con las respiraciones intranquilas de Anita. El motor del coche, aún encendido, ronroneaba impaciente. Me acordé de papá y de Quique. Quique era el más grande de nosotros y ya trabajaba con papá; le seguía Manuel por un par de años y luego iba yo, con catorce años. Debajo de mí estaba Anita, unos seis años por debajo, y el más pequeño era Joaquín, con tan sólo un par de años.

-Mamá y todos ustedes irán al refugio. Yo me quedaré afuera de casa para esperar a papá y a Enrique. No sabemos qué está sucediendo ni en cuánto tiempo comenzará, así que esperaré lo más posible; y si no queda más remedio, regresaré corriendo con ustedes cuando se acerque la nube.

Todos callábamos. Manuel siempre fue el que tuvo la sangre más fría. Mamá se calmó poco a poco, recobró el ritmo de su respiración. Se soltó de mi hermano, le intentó limpiar las lágrimas del hombro sin conseguirlo. Volteó hacia nosotros, con la mirada fría. Concentrada. Igual que mi hermano.

-Rápido, al refugio.

Corrimos al jardín; yo cargaba a Anita y mi mamá a mi hermanito. El refugio era una especie de búnker, un cuarto con paredes de hormigón excavado profundamente en el piso, cuyo acceso constaba de una puerta metálica pesada y gruesa, y una decena de escalones hacia abajo. El cuarto estaba totalmente escondido bajo tierra; no habían paredes en la superficie, tan sólo el pasto del jardín como en cualquier otro patio. La puerta, al permanecer cerrada, quedaba totalmente horizontal, como un enorme azulejo grisáceo. Dentro de él, conservábamos todo el tiempo enlatados, agua, lámparas, velas y demás cosas necesarias para una emergencia imprevista. Llegamos, en fin, a la base donde reposaba la puerta, pero, apresurados como estábamos, hubo un imprevisto que no pudimos ignorar.

Amontonándose para entrar por el espacio entre la puerta y el hormigón, una fila de hormigas, grillos, arañas y otros insectos pequeños se empujaba apresuradamente. Pero no de manera usual, como se ve cuando pones suficiente atención en el piso, ésta era una cantidad bastante grande de animalitos; y todos corrían desordenadamente, ignorando sus instintos de cadena alimenticia, corriendo lado a lado por la salvación de sus especies. Mi madre bajó a Joaquín para poder abrir la puerta, que pesaba casi demasiado para que la pudiera mover ella sola. La abrió hasta más de la mitad, con bastantes esfuerzos, y luego la dejó caer pesadamente sobre el pasto. Las bisagras rechinaron en son de queja, pero nos introdujimos, sin más, bajando los pequeños escalones hacia el fondo del refugio.

El aire se respiraba frío, como en una cueva. Dentro había un colchón pequeño con sábanas y unos libreros metálicos llenos de latas y botellas; lámparas, velas, cerillos, una caja con documentos, y varias cosas más. Nos sentamos todos en la cama, excepto mi madre, que tomó las lámparas y las probó. Luego encendió las luces del techo. Todos volteamos por instinto a ver el foco, y Anita no pudo suprimir un grito. Nadie hubiera podido. El techo se encontraba lleno de arañas, de todos los tamaños y formas; y a través de la luz que aún llegaba del cielo, se alcanzaba a ver que más llegaban de la superficie, a esconderse.

-No tengas miedo, Anita. Son sólo animalitos que necesitan protegerse, como nosotros. No les tengas miedo.

Al menos no era eso a lo que había que temer.

Pasaron los minutos en silencio, con el temblor de la tierra aún constante. Ya casi nos habíamos acostumbrado a él. El aire comenzó a soplar, cada vez más fuertemente, y la luz de afuera comenzaba a tornarse anaranjada. Y luego un poco rojiza. La nube ya estaba cerca, y comenzaba a mancillar la luz del sol con su color. Justo cuando el aire comenzaba a recordarme a los huracanes del año pasado, regresó corriendo Manuel, solo. Mi madre dejó salir un chillido.

-La nube está encima de nosotros. A unas cuadras ya hay sólo oscuridad... Ya no podemos esperarlos... Seguro que están bien.

Ni siquiera su sangre fría pudo esconder su verdadero estado de ánimo. Reparó un momento en el techo repleto de arañas, en el caminito de insectos corriendo desenfrenados al interior, y el miedo tomó su rostro por un segundo. Pero se recuperó en cuanto escuchó un grito a la distancia:

-¡Ayuda! ¿Hay alguien por aquí? ¡Estoy solo, necesito esconderme! ¡Ayúdenme, por favor!

Mi madre estuvo a punto de gritar una respuesta en auxilio al desconocido, pero Manuel le tapó la boca con la mano en el último momento. Forcejearon en silencio, hasta que él decidió soltarle el rostro.

-¿Qué haces? ¡Hay que ayudarlo, es Jaime, nuestro vecino!

-Piensa en los víveres mamá, nos tienen que durar.

-¡Por Dios, es sólo una persona, y aquí somos dos menos! ¡Sólo son tres días...!

-¡¿Y quién dijo que esto durará tres días?! ¡¿Las revistas?! ¡¿Los profetas?! No podemos creerle a nadie, estamos por nuestra cuenta. Cada día que gastemos más alimento, sin saber lo que ahí afuera se esconde, ni por cuánto tiempo, es un día más en el que competiremos con él por la supervivencia. Prefiero morirme de hambre junto a ustedes que ver cómo él se alimenta en su lugar.

Mamá soltó una lágrima más, en silencio.

-Es el papá de Helena, de Helenita.

Pero eso Manuel ya lo sabía. Su rostro enrojecido y tenso nos lo dijo. Seguramente en lo que esperaba a papá y a Quique la había esperado también a ella, al parecer sin éxito. Su rostro se enfrió aún más de lo acostumbrado. Sus labios perdieron la sangre, y con ello, el color.

-Esto lo hago por ustedes.

Subió los escalones. En el hueco que daba al exterior, se alcanzó a ver la nube magenta apenas y por una fracción de segundo, devorando ávidamente el cielo. Manuel levantó la puerta del pasto con relativa facilidad y la cerró por dentro con un sonido fuerte, dejando un eco en el refugio. El temblor proseguía, y todo me parecía ya como el huracán famoso de hace tres años, Matilda, el primero que deshizo las doce cuadras de la costa, y el que había tirado mi casa del árbol. Sólo que esta vez, era mucho peor. En la distancia, se escuchó el motor del coche de mamá y su acelerador volviendo a la vida. Un rechinido de llantas, y seguramente Jaime manejaba a toda velocidad, perdiéndose su sonido en la distancia. En el bunker, se suavizó un poco el rostro de Manuel, quizá porque sentía que con eso quedaba exento de cualquier culpa. Se sentó sobre los primeros escalones, con la cabeza al ras de la puerta.

-¿Alguien trae reloj? Para saber en qué momento pasan los tres días...

Finalmente había caído en la seriedad de su último argumento. Todos esperábamos que en verdad tardara todo tres días y no más tiempo, como había augurado mi hermano hacía unos momentos. Yo traía mi reloj, y había uno con manecillas en la pared. Pero nunca se lo pude decir a nadie, porque algo extraño sucedió en ese momento. La luz que se alcanzaba a ver por las ranuras pequeñitas de la puerta adquirió un tono rojizo, un color escarlata puro, poderoso, y se fue opacando poco a poco hasta desaparecer. Quedaba solamente la luz eléctrica y la de las linternas, de las cuales todos teníamos una, gracias a mamá. Pero el reloj de manecillas se detuvo en seco, mi reloj análogo se apagó, y la luz del techo comenzó a menguar. Las arañas se perdieron en las sombras, asustadas. Las linternas también comenzaron a fallar ligeramente, a volverse intermitentes y luego a morir del todo. Manuel bajó los escalones, asustado por todo esto, y nos apretujamos todos, abrazados, en la cama; Joaquín sobre el regazo de mamá. A los pocos segundos, ella prendió unas velas (más tarde me explicó que era la única fuente de luz que duraría en la oscuridad, de acuerdo con lo que le habían dicho). El temblor se detuvo de súbito, y no hubo ningún sonido más. La sensación del terremoto que terminaba fue aún más extraño, de ser posible, que la sensación sorpresiva de su comienzo, hacía ya muchísimo tiempo. Afuera reinaba un silencio incómodo, disfrazado de algo que aún no se revelaba. Como un zumbido demasiado bajo para ser escuchado, pero lo suficientemente fuerte como para sentirlo en el alma. Ahí me quedé dormido, de hecho creo que todos nos dormimos, con el cansancio típico de la baja de adrenalina; pero no supe cuánto tiempo, no creo que haya sido mucho. Algo nos despertó a todos de nuevo...

La verda', la di a deveras

…No, pos no ‘sta bien… pue’que no ‘stuvo bien…’ora caigo en entender que las cosas pos no son como dijieron que iban a ser, ni son como dicen que jueron… son retiartamente diferentes… de que mi sirvió tanta lucha, meterme a la bola, si todo ‘sta igual…ni l’ambre que pase, ni los sustos, ni las desveladas, ni’l mal dormir, ni las caminadotas que di… todo igual… no, pus… ya que…ah! Pos eso si… ai‘stuve cuando cambió la cosa, cuando Méjico jue otra vez Méjico…y ‘ora no se si pa’ bien o pa’ mal…

A mi me toco peliar ahí, yo ‘stuve ahí, donde pasaban las balas rozando nuestras cabezotas, uy! y ay de quen se 'scondiera de’llas... ya que las balas lo seguian y lo mataban… lo mire mismamente munchas veces con estos ojos que se han de comer los gusanos… así mesmo lo gritaba mi coronel, el mismisito Sixto Hernández cuando pelibanos. Ese pelón era retebien fajado… mi acuerdo que antes de ser Coronel de los pelones, allá cercas de Guadalajara, el queria peliar la guerra pa’ cambiar las cosas, y nos junto a munchos pa’ platicar de los mal que ‘staban las cosas, lo probes que estabanos, pa’ decirnos que en todo el país, el pueblo estaba cansado de las injusticias y que quería hacer lo mesmo que muchos: juntarse a peliar pa´ que’l gobierno arreglara las cosas y todos jueramos iguales; el país estaba rebien alborotado, Benito Juárez que’ra el presidente andaba juyendo pa’ que no lo agarraran y perder al pueblo, porque había otro quesque emperador de México, que era de las uropas y que no entendía de las cosas de Méjico… ese Sixto a munchos nos convenció y nos junto pa’ irnos a peliar con los pelones… vieran visto, que mal nos trataron esos desgracia’os pelones… jejeje… ni siquiera nos dejaron entrar al cuartel, quesque por mugrosos y huarachudos… pero el no se rajó… nos juimos de ahí pa’l campo ‘onde consiguió unas carabinas, bien requetebonitas, grandotas y brillosas, con hartos tiros y cananas de medio cachete, ni sé como li’so. Nos junto otra vez y nos dijo que el iba a peliar por su cuenta, que si lo seguíanos. ‘Pos yo y otros dijimos que si y nos robamos unos caballos flacos que nos faltaban pa’ que todos tuviéranos un cuaco y nos juimos pa´l monte. Esa jue la Gavilla Hernández, que aluego se hizo retefamosa con los pelones…peliabanos en contra de los soldados del quesque gobernaba Méjico, Macsimiliano de Jasbur o Kasbur, algo ansina, que ni ricuerdo bien; siempre pelianos contra sus soldados y de todas las batallas y cosas que andabanos haciendo, mi coronel iba y le informaba al mismisimo general Corona, uno de los mero mero del ejército de los pelones. Ansina, peliando por nuestro lado en el monte, con enboscadas y hechos apalabrados con mi general Corona, cosas retebien arriesgadas y corajudas, bien fajados, nos ganamos la confianza y acectación de los pelones y nos dijaron peliar junto con ellos. Nos daban parque y carabinas pa’ que pudieramos seguir peliando y que mandaban de Estados Unidos, y esto nos dio muncha juerza pa’ ir ganado las batallas, pa’que Don Benito juera el mero mero presidente. Al quesque emperador de Méjico, Macsimiliano, que tenía un ejército retebien grande, le quitaron munchos soldados y los mandaron pa’ Francia. Y solo tuvo un regimiento que lo cuidaba. Ansina como ‘taban la cosas tuvo que juyir de la ciuda de Méjico, y se jue pa’ Querétaro con 1,500 hombres con un general quesque “el tigre de Tacubaya”, que le nombraban Leonardo Márquez, -ansina le decían quesque porque asesinó a munchos jóvenes malamente ahí-. Ya en Querétaro se jueron pal’ cerro de las Campanas y ahí pusieron su cuartel general.
Nosotros éramos retihartos, decían que como 50,000 y el quesque emperador tenía bien requete poquitos, como nueve mil y mal armados, pero también ‘staban con el, el General Miguel Miramón, que jué presidente de México cuando tenia 27 años y era bien regueno pa’ esto de la guerra, hasta le apodaban “el joven Macabeo”, y el General Tomás Mejía, un mexicano como nosotros bien macho y bien bragao.

Nos juimos con mis generales Escobedo, Corona y Riva Palacio a Querétaro y pusimos en sitio al cerro ese y les quitamos el agua pa’ que se rindieran, pero aguantaban requetebién. Luego atrapamos a Macsimiliano, a Miramón y a Mejía y los pasamos por las armas después de un tiempo de tenerlos apresados; dijieron que peliamos requetebién y que ganamos, pero la mera verda’ eso no jue ansina del todo, porque si peliamos retebien, pero eramos munchos más que ellos, pero hubo una traición muy fea.

El tal Miguel López ese, que ‘staba peliando contra nosotros se apalabró una noche con mi General Escobedo pa’ entregarnos a Macsimiliano sin peliar; ‘tons mi general Escobedo llamó a mi general Mendez y se jueron mi general Méndez con un piquete de soldados y el Miguel López, y el Miguel López ese quito a los soldados, los fusiles y los cañones que ‘staban en el convento de la cruz, qui’era el lugar más difícil del sitio pa’ entrar y que no podianos pasar y por ahí entramos requetebién fácil. Eso jue lo qui me contaron, pos porque yo no ‘stuve ahí. Cuando si dieron cuenta, ya los pelones ‘stabanos bien metidos en el sitio, buscando a Macsimiliano y pos’ no lo jayaron. Me dijieron que hirieron a Miramón en la cara y que jue atrapado en casa de un dotor quesque Licea.
Asegún dicen, en la mañana, mi general Escobedo dio la orden de cerrar el sitio, quesque Maximiliano ‘staba en el cerro de las campanas con muy pocos hombres; y poco respondian a la metralla, y que al poco se vió una bandera blanca, y un tal Dávalos y un francés que se llamaba qusque Deacis llegaron con Macsimiliano que tenía la bandera blanca amarrada en su espada. Esperaron a mi General Corona, que tampoco apalabro nada con el güero y esperó a que llegara mi General Echegaray, quien le dijo a Maximiliano que era su prisionero.

Pero pos hay otra verda’, la que pasó di a de veras y que naiden cuenta, pero que yo vide, pos porque yo ‘stuve ahi, y pos nosotros juimos los que de verda’ atrapamos al Macsimiliano ese. Asegún nos dijieron, la nochi que’l López ese de la traición entro al sitio, Macsimiliano se jayaba en casa de un tal principe Salm y le dijieron que se juyera, y se juyó pasando como si juera civil de frente a los pelones, y se jue a caballo con dos oficiales de su guardia. Pos nosotros ‘tabanos de guardia juera del sitio, y esto si es de verda’ pos porque yo ‘stuve ahí, y ya clareando el día divisamos a tres jinetes a lo lejos. Mi coronel Sixto Hernández nos dio la orden de alcanzarlos, pos en ese momento todo mundo pos era sospechoso. Ibanos acercando cuando nos dispararon seis tiros de pistola, y pos le acicateamos a los caballos pa’lcanzarlos, nos tomo un rato, ‘sta que los rodeamos y obligamos a detenerse, apuntandoles con nuestros fusiles y pistolas. Mi coronel Sixto les preguntó que quienes eran y que porque nos habían disparado. Sin esperar respuesta, alueguito supinos que’ra el Macsimiliano que andabanos buscando, pus su piel era rete blanca, con unas barbas bien güeras, con un sombrerote de charro y un abrigo pal’ frío. Se apeó del caballo y con voz bien juerte, como si juera general, nos dijo que’l era Macsimiliano; mi coronel Sixto, como guen militar, también se bajó del caballo y cuando Macsimiliano le’iba a dar su espada, mi coronel le dijo que no podía rendirse ante él, que lo iba a llevar ante el general Corona, pos porque el si tenía el rango pa’ acectar la espada, y pos la mera verda’ el no. Y lo llevanos escoltado hasta ‘onde estaba mi general Corona, y este ni la palabra le dirigió, solo lo vió con unos ojotes bien fríos, ‘onde como si quisiera dispararle un montón de balas con su mirada.
Como capturanos a Macsimiliano, a la Gavilla Hernández le dieron entrada a los pelones; a mi coronel Sixto lo hicieron Coronel de Caballería y a todos nosotros pos soldados juarístas, pelones, que no!

Lueguito más adelante jueron jusilados, ahí mesmo, en el cerro de las campanas. A los tres juntitos: Miramón, Macsimiliano y Mejía. Cuando los ibanos a pasar por las armas, el Macsimiliano le cambio su lugar del medio a Miramón y le dijo “a los valientes, honores de soberanos al morir”. Al Macsimiliano le apuntaron siete fusiles a un metro pa’ no fallar y dispararon. Se cayó pa’ delante per‘onde que no se moría. Tons’ lo votiaron y le apuntaron un fusil al corazón y dispararon a quemaropa pa’atravesarlo, y hasta se le prendió su ropa y la apagaron a manotazos. Dicen que solo había en su cuerpo cinco balas…
Cuando le toco a Miguel Miramón que lo jusilaran, le grito bien juerte a los soldados con su mano en el corazón, ¡Aquí!

Pos por eso mesmo digo que las cosas ya las miro di otra forma y no como dicen que son:
si miro bien despacio a los generales Miramón y Mejía, pos ellos querían el bien pa’ Méjico; pue’que no haya ‘stado bien la forma como l’cieron, pero pue’que pos no sean traidores como dicen que son; pos ‘ora entiendo que querían el bien pa’ todos. El Macsimiliano, pos era de otro lado, eso que ni que, pero pos también quería el bien pa’ todos nosotros, y pos así era la cosa entons'; los mataron y pos seguimos igual que desde nantes. Don Benito Juárez, también quiere el bien pa’ México, tons’ ¿por que no cambian las cosas?, y hasta si dice quesque los americanos lo apoyaron pa’ ganarle a Macsimiliano, pa’ que se fueran los “franchutis” porque no los querían aquí, por una tal “dotrina monrou”, que ni se que’es y quesque a cambio firmó el “maclein-Ocampo”, pa’ que los güeros pasen a México rapidito, sin problema, como si juera su casa, pa’quiagan lo que queran en México… ‘tons, ¿quien es más traidor?... pos’ ya ni entendí.
Miguel López, es si, es jue un traidor di a deveras, ‘sta su esposa le dejo de hablar…

Por eso mesmo digo, la verda’ siempre tiene otra verda, la diá de veras… pero…pos ‘tons, cual es?

Elegías

(Por si llegasen a necesitar el dato, una elegía es un poema hecho por la muerte de una persona).

I.

Sobre ti planté un ciruelo
de flores claras y hojas negras,
como recuerdo al descenso
de tu alma, a los sueños
que te devora la tierra.
Estas noches ya no regresas.

Mejor quedaste en el suelo,
bajo el árbol de ciruelas.
Ambos pasándose besos;
él, con sus raíces tiernas
y tú, dándole tu cuerpo:
la sangre de tus venas,
linfa, bilis, grasa, hueso,
carne, vista, sentimiento.
Tu alegría y tu tristeza.

Le tienes la esencia en deuda
como si fuera un amante nuevo.


* * * * *


II.

Varios días ya se han muerto,
y hoy tampoco despiertas.
Bajo la negra corteza
del árbol, tu risa suena.
Sólo hay que pegar la oreja
para escuchar tu silencio.

Te acostumbraste al subsuelo,
a tu capullo de seda
que las raíces tejieron.
Amor, eres como un insecto,
cual mariposa en potencia.

Tu metamorfosis es la
atracción a lo que es eterno,
a la muerte que no te presta.
Tu última noche no cesa.
Sin luz, ni sol, ni cielo;
sin las hermosas estrellas.
Y con un amante ajeno.

Con el corazón a medias
como un vaso con grietas,
que ya no puede estar lleno.
Amor, en mi pecho abriste grietas.
(Al tuyo, se las hizo el ciruelo).


* * * * *


III.

Sobre ti planté un ciruelo
para que jamás murieras.
Subirás desde las piedras,
por el tronco y hasta el cielo.
Sabrán a ti las ciruelas.

Yo te estaré viendo
cuando coman los jilgueros;
cuando te lleven de paseo
en sus plumas, en sus ideas.
Hasta que también mueran
en algún lugar, dispersos;
y, juntos, sean más alimento,
más vida para los muertos.

Dando lo que tuyo era
a todo lo que está viviendo,
vivirás en el mundo entero
y por edades completas.


* * * * *

IV.

Probaré un par de ciruelas.
Disculpa si te molesto
pero necesito esto
para recordar quién eras,
para llenarme de adentro,
para sentir que te tengo
aquí en mis brazos, cerca.
Para ubicarte por tu esencia
cuando me una a tu ciruelo.

Viviremos sin tregua
y más allá del universo.

Rodrigo, mi tío

No entiendo a mi tío, siempre que vamos por la calle, camina por debajo de la banqueta, y por más que le digo que se suba, solamente me vé, con una expresión "rara" en su cara, me sonríe y me dice "no"; no dice nada más... Le digo a mi mamá que le diga que se suba, pero a ella tampoco obedece, y se va corriendo. Mi mamá no me suelta de la mano, porque dice que aún soy pequeño... quiero mucho a mi tío y me da miedo que pase un caballo o una carretela y le pegue...
**********
Siempre recuerdo a mi tío con una expresión sombría... han pasado muchos años desde que el murió y nunca encontró una respuesta; la historia que un día me contó me sorprendió... Tenía 22, en la flor de la vida, de los sueños y los ensueños, siempre alegre, contento, vivaz; picarón de acuerdo a la época... y se tornó distante, triste, cenizo, ausente... siendo mozuelo le tocó vivir el glorioso momento de la entrada del ejército trigarante encabezado por Agustín de Iturbide, Agustín primero; las grandes diferencias sociales existentes entre la aristocracia y los léperos...
**********
"La tarde del 31 de octubre, de hace muchos ayeres, recorriendo el cotidiano andar dominical, que siempre compartía con mi entrañable amigo Juan Domingo de la Fonte y Vizcarra, que acostumbrabamos realizar desde el paseo de la alameda hasta la plaza principal de la Gran Ciudad de México, llegó el día y el momento que mi querido Mingo, como le llamaba cariñosamente, debió dejarme solo para reunirse con la mujer que le inspiraba tanto regocijo en su corazón, y quién aún no correspondía a ese latir tan desenfrenado e incontrolable. La cita de reunión, a la que ella acudió acompañada de sus padres, fue en el mejor lugar que pueda haberse elegido: el Gran Sagrario de nuestra Madre Iglesia Católica, la Gran Catedral...
¿Que hacer ahora, mientras mi querido amigo corría tras su sueño? Así, solo, recorrí los comercios de la zona, caminé por la plaza principal admirando a las bellas damas que acudían al paseo dominical, y al caer la tarde, aburrido de no tener que hacer, decidí regresar andando a casa de mis padres. No presté atención al camino... de pronto, al pasar frente al balcón de una casona, tuve que detener de golpe mi andar, ya que al volver la vista, descubrí de frente a la mujer más bella que jamás pude haber encontrado. Su cabello rizado de color negro caía por debajo de sus hombros, enmarcando un rostro bellísimo, que contenía unas cejas delicadamente alargadas hacia los lados, encumbradas sobre sus grandes ojos negros, a los lados una exquisita naríz recta y delicada que remataba en unos labios rosados, carnosos y turgentes, con una sonrisa esplendida que mostraba la perfección de sus dientes, maravillosamente blancos ; el color de su piel, de un fascinante dorado claro... sin desearlo, por supuesto, no pude dejar de admirar ese escote, que bajaba desde los hombros y terminaba sutilmente por encima de sus senos, realzando de manera maravillosa su existencia...
Debí haber mostrado una expresión algo, digamos, ¿estúpida sería el calificativo?, porque con su gran sonrisa preguntó "¿se encuentra bien?" y yo, algo más que turbado, tartamudeando contesté, "¿eh?, ¿yo?, este, no, no, es, es que"; con gran cordialidad, como si supieramos de nosotros desde siempre, insistió, "pase y recuperese, aunque sea solo por un momento", invitación a la que por supuesto no me negue; hay de mi, por haberlo hecho...
Personalmente abrió la gran puerta que guardaba un esplendido jardín central; inmediatamente percibí la delicada mezcla perfumada de deliciosos aromas que flotaban en el ambiente, debidos a las plantas perfectamente cuidadas y alineadas que, a lo largo del corredor hacia el patio central, podía admirar. Además de la belleza de su rostro, su porte altivo y seguro, me cautivó. Sonrieno y de manera cordial, tomo mi brazo y recorrimos la distancia existente entre la puerta y la angosta escalera lateral que nos conduciría a la estancia principal. Una vez dentro, y después de tomar asiento en uno de los sillones del salón, me ofreció algo de tomar para refrescarme... y quitarme esa expresión indescifrable que permanecía en mi cara "¿agua fresca, está bien? o ¿prefiere jamaica? o ¿ una copa de vino?"; tuve que tomar aire para contestar que una copa de vino era lo mejor para ese momento. ¿De que hablamos? nuestra conversación bailaba a través de los acontecimientos cotidianos, de los gustos, de los sueños, de los deseos, de los relatos anecdotarios, de nuestras familias... estar con ella, era lo más cercano a saber que estaba vivo... jamás viví emoción tan tonificante... ¿turbadora? si, agradablemante turbadora... tan impactante fue su compañía, que de la copa de vino que me ofreció, solamente un sorbo tomé, dejandola en la mesita al lado del sillón. El tiempo, como siempre, voló... no tuve conciencia de el, hasta que las campanas de alguna iglesia cercana me trajeron de vuelta a la realidad... las 9 de la noche, hora de marcharme. Difícil despedirme, no me quería ir... quería permanecer con ella... siempre... me enamoré de ella al instante... en un solo tiempo... con un dejo de suplica en mi petición, solicité verla al día siguiente... su respuesta me estremeció... "si, le espero paciente y anhelante para continuar nuestra reunión"; al tomar su mano para besarla y despedirme, el cálido regocijo manifiesto en mi corazón no capto lo frió de ella. El camino de regreso a casa de mis padres... no lo recuerdo; el tiempo compartido con Leonora, hija de Doña Elvira de los Santos Göet y Don Eugenio Matías Lobreño y Sarapía, me extravió...
Nunca entendí... Al día siguiente, a las seis de la tarde como acordamos, presto me presenté a nuestra cita... varias veces, casi de manera desesperante, tomé el aldabón de la puerta, azotandolo hasta la violencia, ante la frustración de no tener respuesta... el balcón que el día anterior iluminó mi ser, se encontraba cerrado... como apagado... decepcionado, me marche a casa...
Regresé al día siguiente... nuevamente el aldabón recibió su dosis de mi impaciencia... no pude contenerme... empecé a gritarle... "Leonora, Leonora, abre, soy yo, Rodrigo"... la respuesta a mi demanda fue el silencio... y la presencia de una anciana a mi lado... "Señor, señor" me llamó, "¿Que pasa?". Más por respeto a la anciana, me contuve explicando que buscaba a una persona que habitaba en esa casa... "Nadie vive en esta casa", comentó.
-"Señora, no es posible, hace dos días estuve en esta casa", afirmé.
-"No es posible, señor, la casa tiene muchos años deshabitada; sus dueños la abandonaron hace muchos años, después que su única hija murió..."
-"Señora, posiblemente este confundida, yo estuve aquí hace un par de días, y tengo una cita con la Señorita Leonora"...
-"No señor, la señorita Leonora murió hace muchos años..."
-"Debe haber un error, comenté, yo estuve con ella, aquí... creame, estuve con ella..."
-"No señor, eso no es posible."
Desesperado busque la forma de entrar, tenía que demostrarle a la anciana que estaba en un error...¿ella o yo?... casi imposible entrar a la casa... de manera inesperada logre hacer que la cerradura de la puerta cediera...
Desconcierto fue lo que me impregnó... el olor a rancio y encierro turbo mis sentidos; de las plantas que recordaba emanando un delicioso aroma, solamente se encontraban masetas vacías conteniendo terrones secos y polvosos... Apurado con la prisa, corrí más que caminé, el estrecho espacio que separaba la puerta de entrada de las escaleras para acceder a la habitación en la que había estado dos días atrás... me sorprendió descubrir frente a mi un cuadro de Leonora... ahí estaba ella, de cuerpo completo, presumiendo su belleza... cubierto de polvo... los muebles, que recordaba lucían su esplendor, cubiertos por retazos grises de tiempo... la habitación oscura, con inumerables telerañas... de polvo y abandono...
esto no tenía espacio en mi mente... no era cierto, no era posible... mi mirada recorría vertiginosamente la habitación, tratando de encontrar una respuesta, un indicio, algo que explicara que... ahí estaba... la pista!...
Sobre la mesa lateral del sillón, que se encontraba cubierta de descuido y atención, jubilosa, feliz, limpia, llena, conteniendo un tesoro, un líquido de color rojo cristalino y profundo, con apenas una gota de el escurriendo desde su borde, la copa de vino que Leonora me entregara en mano, gritaba silenciosa y burlonamente, "asi es, aquí estoy, aquí estas"... la desesperación, lo desquiciante, lo increible, lo sufrible, lo decepcionante, lo sorprendente se apoderaron de mi... el dolor fue indescriptible... me dolio mi obseción, mi sueño, mi locura... corrí, sali corriendo de ahí, dejando tras de mi, dentro de esa habitación y junto a Leonora mi vida..."
**********
Mi tió Rodrigo jamás volvió a caminar por las aceras, ni volteo a ver a través de un balcón o ventana abiertos... no se recupero de ese duelo, jamás lo entendió...yo tampoco... ese espacio entre el 31 de octubre y dos de noviembre de esos ayeres, Rodrigo quedo atrapado, entre lo inexplicable, lo increible, y lo maravilloso... Lo que si creo, es que Leonora fue feliz desde que mi tío llegó a ella... ahora deben ser felices...
**********
Dedicado a mi tío abuelo Rodrigo Hernández Meza, en quien tengo fijada esta historia... el fue asesinado una noche de campaña militar en Churubusco, a los 22 años de edad... pertenecía al ejercito mexicano, a los juaristas... a los pelones... Mi abuela, Naná, su hermana, me inspiró este cuento hace otros ayeres...

María

-¡Vente, Alex! ya nos están esperando.

Me bajé del asiento del copiloto y cerré la puerta. Nunca antes había venido a este lugar, el Desierto de los Leones. Creo que vine sólo una vez a México, cuando era chiquito. Y ahora me veía en el espejo retrovisor, ante la promesa de la noche que ya tenía encima. Fiesta nocturna de noche de brujas. Con una cita a ciegas. María. Y no es que yo dudara del gusto de Oscar, siempre sabe lo que de verdad me agrada, pero no podía evitar sentir esos nervios traicioneros. Habían quedado de encontrarse por la entrada, y yo todavía no había visto una foto siquiera de mi prospecto, así que, ¿Por qué iba yo a estar nervioso?

El Desierto tenía un aspecto extremadamente abrumador: el convento a la mitad de la noche, en un bosque tenebroso, lleno de niebla y con toda la leyenda de las brujas (Oscar no se calló en todo el camino), parecía impactar sobremanera a las personas en la calle, así que mejor corrí para alcanzarle el paso. El silencio lo rompía el interior de la fiesta, perturbando el aire alrededor con sus ecos. Pensar en esas cosas de brujas en esta atmósfera en verdad daba miedo. Llegamos a la entrada y entregamos los boletos. Ellas ya estaban justo ahí, en la fuentecita, esperando. Ya conocía a Rebeca, y por supuesto que ésa iba a ser de Oscar. No me importaba realmente. Pero María era una agradable sorpresa. Bastante agradable. Piel clara, delicada, cabello largo y oscuro, y fuego en la mirada. Maldito Oscar, no nos dió ni tiempo de decir Hola, simplemente tomó a Rebeca y echó a correr, ella solamente alcanzó a gritar, ¡Nos vemooos! y ambos desaparecieron por uno de los corredores. María y yo nos miramos a los ojos un momento, nos reímos.

-Esteeee.... ¡Hola!

No nos despegamos el resto de la noche.

* * * * *

Me atrapó su forma de ser; llevar una plática con ella era sencillo, era fácil. Parecía leerme el pensamiento, decía lo que siempre me hubiera gustado que dijera alguna chica. A pesar de su personalidad ligeramente reservada, tenía un aire de aventura detrás de los ojos, como si esperara a que alguien lo suficientemente atrevido la sacara de ahí, de las córneas. Nunca sospeché que todo estaba mal.

El convento había sido decorado con iluminación de colores, música suave, y animadores disfrazados saltaban de cada rincón oscuro. Después de un par de vueltas, decidimos inscribirnos en el rally que se festejaría a media noche, con el toque de las campanadas. En uno de los patios nos dieron la plática inicial. La peor parte, para mi paranoia, fue el recordatorio de todas esas leyendas:

-Como bien sabrán, cuenta la leyenda que en este bosque habitan brujas. El convento se erigió en el nombre de Dios para proteger a los fieles que habitaban aquí, y se dice que Su divinidad intercedió con las hechiceras para que no pudieran llevarse a ningún hijo de Adán, a menos que éste ingresara en el bosque por voluntad propia. Bueno ya, suficientes tonterías (risas generales). Ya han sido informados de que el rally comenzará dentro de un rato, ya conocen las reglas y tienen el manual. ¡Los dos que regresen a tiempo con todos los sobres y las pistas resueltas, y sin brujas, ganarán un premio especial!

* * * * *

-Seguro va a ser una tontería -dije un rato después, en lo que paseábamos por fuera de la pared trasera del convento, medio tomados de la mano- va a ser una tontería el premio.
-Ojalá y no, porque me da miedo entrar al bosque. La verdad, no quiero hacerlo para nada.
-Jaja, ¿De verdad te asusta? Pero no pasa nada, yo ya lo he hecho mil veces.
-¿En verdad Alex?
(Sentí tambalearse mi mentira, ni siquiera había venido)
-Sí, claro que lo he hecho. Es bien divertido.
-¿Y tú me vas a cuidar?

Me tomó la mano con un poco más de valor. El fuego creció en su mirada. Comenzó a derretirme por dentro. Creo que entendí por qué insistió en alejarse un poco de la gente. Siempre decía lo que yo me imaginaba; esto era, por mucho, mi mejor noche hasta ahora.

-Sí, claro que sí, mira te doy un tour pre-rally.

Desvió los ojos un momento. Comenzó a salir la aventurera de debajo del iris.

-Mira, yo veo dos opciones; o eres una bruja y te piensas aprovechar de mí, o eres un chavo y te piensas aprovechar de mí.
-No lo haré si tú no me lo pides... Pero pídemelo, ¿va?
-Jajaja... Está bien, vamos.

Un bosque... creo que Oscar iba a estar celoso de mí finalmente. María comenzó a caminar hacia el final del camino, para meterse entre los árboles. La alcancé por detrás y la abracé. Me gustaba su piel suave, por debajo de su chamarra calientita. Y lo escuché entonces. Un grito, el peor de todos, me hizo voltear hacia el convento. Le siguieron otros rumores fuertes y más personas gritando órdenes. Salió Rebeca desde el último acceso, a cincuenta metros, corriendo desesperada. Pasó por debajo de un farol y la pude ver bien: la cara llena de lágrimas, el rostro histérico, el cabello revuelto. Pero nada de eso me aterrorizó más. Quizá nada me aterrorizará más el resto de mi vida que sus palabras llenas de incredulidad, de locura. De terror.

-¡Alex, es María! ¡María! ¡La encontraron muerta!

Algo no estaba bien. Tenía que voltear, mi instinto me decía que tenía que hacerlo. Pero no estaba preparado para lo que estaba junto a mí.

No sé cómo me engañó. Cómo nos engañó a todos. Su hocico alargado, como de perro, y el cuerpo desnudo, cubierto de pelos largos y negros y manchas opacas. Su respiración era como muchas personas gimiendo al mismo tiempo. Los ojos totalmente negros, como un iris gigante, sin espacios blancos como los ojos normales. Eran un vacío. Las uñas eran podridas y alargadas. El cuerpo flaco, casi desnutrido. La bruja gritó, un eco terrible que resonará por siempre en mi cabeza. Me tomó de los brazos con fuerza inhumana, y me intentó jalar hacia el bosque, que estaba a un paso de distancia. Pero no pudo, no podía. Su juramento divino le prohibía llevarme por la fuerza. Sus manos empezaron a arder donde hacía contacto conmigo, a quemarse. Me soltó de golpe, y soltó un grito terrible de nuevo. Poco a poco caminó hasta ocultarse entre las hojas, sin dejar de verme nunca, como si quisiera meterse en mis ojos, recordándome para cazarme el resto de mi vida, y entonces pude correr de regreso, hacia adentro. Afuera, en el límite del bosque, se escuchaban más y más ladridos, respuestas, llamados de brujas listas para invadir...

San Juan Mictlán

La camioneta se detuvo a la mitad del camino de tierra. Se bajó un hombre alto, fornido, con sombrero y camisa de cuadros, con botas de piel de serpiente. El rostro desencajado por la sorpresa y bañado en el sudor del mediodía, usual en esta época del año. Un anciano de aspecto muy humilde se acercó a él. Pero ésa no era la razón de su parada tan inesperada, el viejo poco tenía que ver en ello. Él tenía cosas importantes por hacer ese día y aún así, nada lo hubiera preparado para esto.

Ahí, a la mitad del camino, había un caballo muerto, ensangrentado, con las patas desprendidas del cuerpo, como si hubiera sido embestido por un tren. Le faltaban pedazos de piel, y parecía estarse cociendo con el sol. Y ahí no había más que un camino de tierra interminable hacia adelante y hacia atrás, y un par de árboles secos en la distancia. Montañas a lo lejos, un sol abrumador. No se veía venir a un alma en todo lo que daba el horizonte.

Se apeó, entonces, en primer lugar ante la inexplicabilidad del suceso, y en segundo lugar para asistir al anciano.

-¿No me daría usté un aventón?
-Sí, Don, súbase, pero oiga ¿Qué pasó aquí?
-Pos que me pegó un carro y me fregó a mi Negrita.
-¿Cómo que un carro? No pero si alguien hace eso segurito que se mata con usted.
-Ya llevo yo aquí todo´l día, no sea malito por favor lléveme aquí a San Juan Mictlán, y le cuento en el camino.

Algo no era de fiar. ¿Un coche le pega a un caballo con todo y un anciano solitario, a la mitad de la nada, con la mejor luz, en un camino plano y recto y con perfecta visibilidad? Seguramente todo era parte de una trampa que no alcanzaba a ver del todo, algo sonaba demasiado mal. Súbase usted, ahorita llegamos, le dijo al anciano, mientras se ponía de nuevo tras el volante y sacaba su pistola de debajo del asiento. Ya veremos si me quieres chingar, viejo cabrón, pensó mientras escondía el arma. Me quiso ver la cara, por aquí no hay ningún lugar llamado San Juan Mictlán.

El anciano trepó dificultosamente al vehículo. Arrancaron. Podía pasar por alto la excesiva vitalidad del señor, que a pesar de su edad resistía al sol implacable de ese día; eso sin contar la fuerza que tenía para su edad. ¿Subirse por mano propia en una camioneta? Su acento tampoco era de aquí, sonaba fingido. Para eso podía inventarse muchas excusas, pero a lo que no le encontraba una explicación era al olor del viejo; como a carne rancia y cocida. Conforme manejaba sus ideas comenzaban a ordenarse. El calor descomponía a los animales rápidamente, pero un ritmo así no era normal, ese caballo bien parecía tener varios días ahí. Y, más aún, el olor no parecía pertenecer al caballo, sino al viejo en sí mismo. El viejo parecía estar pudriéndose con vida. Esto era demasiado, a fin de cuentas tenía el arma y él era sólo un viejo, ¿Qué tanto podía temer realmente? Necesitaba relajarse, así que pensó en una frase cualquiera para comenzar la plática.

-Oiga, Don, ya ni le dije, feliz día de muertos.
-Jaja, ¿Sabes, Julián, por qué se dice feliz día de muertos?

Julián sacó su arma del lateral del asiento y le apuntó en la frente al anciano.

-¿¿Quién chingados eres??

No lo había notado antes; el rostro del anciano, a pesar de las severas arrugas, no presentaba rasgos inusuales; pero era por debajo de su ropa, por entre el tejido grueso de su camisa, que brotaba un ligero humo. El olor nauseabundo a carne podrida. El anciano se seguía riendo, con una voz en extremo inusual, con una tesitura y vitalidad muy diferentes. Ignoró el arma fría que le rozaba la frente, y volteó a ver el camino como si nada sucediera.

-El día de los fieles difuntos no es un día feliz para los vivos. Recuerdan a su madre, a su hermano, a su esposo muerto. Es un día agridulce, feliz a medias, para toda tu raza. Pero para los muertos, para ellos sí es un día alegre. En el silencio de la noche regresan a sus casas, comen su comida preferida y duermen en sus antiguas camas. Besan a sus hijos en la frente, abrazan a sus amores. Aunque nadie se de cuenta, para ellos es un día increíblemente feliz, desde la caída de la noche hasta el renacer del nuevo sol. Los vivos no se desean feliz día de los fieles difuntos, se lo desean los muertos mismos.

Julián contuvo la respiración. Hacía rato que no se fijaba en el caminito empedrado, y aún así seguía acelerando y moviendo el volante como si tuviera ojos en el oído izquierdo. Sostuvo el arma, con la sensación de que todo sería inútil. El viejo volteó con una risita.

-¿Julián? Feliz día de muertos.

Disparó hasta quedarse sin balas, acompañó cada cartucho con un grito que le desgarraba el pecho. Pero el viejo no dejaba de reírse. De cada agujero de bala salía el humo putrefacto que llenaba el ambiente y cegaba la visibilidad, el motor gritaba también, y la suspensión tronaba, por el exceso de velocidad en el baldío. Julián volteó para fijarse en el camino, para escapar o saltar del automóvil en movimiento. Pero no pudo hacerlo. El caminito de tierra estaba en algún otro lado, perdido, detrás, mientras la camioneta se conducía sola a la mitad del desierto. Desierto de todo excepto de una piedra grande, enorme, que impactó con la llanta delantera derecha. La camioneta se elevó, dió medio giro en el aire. Entre el grito de Julián, el aullido del motor, la carrocería despedazada, y el sol fulminante, el tiempo se extendió por mucho más de lo que le tomó caer a la camioneta. A la mitad del vuelco, ya totalmente de cabeza, el viejo pronunció su sentencia final:

-¡Yo soy la muerte, idiota! ¡Hoy hago una parada en el Mictlán, y tú vas a ser mi ofrenda!

La camioneta cayó violentamente y agarró fuego. Pero a la media hora, el desierto estaba callado. No había más que un camino de tierra interminable hacia adelante y hacia atrás, y un par de árboles secos en la distancia. Montañas a lo lejos, un sol abrumador. No se veía venir a un alma en todo lo que daba el horizonte...


Un viernes más

Cerró la puerta instintivamente, con una mano. Pero no pudo haber hecho mejor, la mujer no lo soltaba, no se le despegaba de los labios. El lujoso departamento permanecía a oscuras, pero no importaba, lo conocía demasiado bien. Ella comenzó a desabrocharle los botones desesperadamente, pero se detuvo un momento, diciendo más para sí misma que para él.

-Espera... ¿Cómo te llamas?
-Víctor.
-Yo soy Ángela.
-Mucho gusto, Ángela.

La risa de ella sólo lo provocó un poco más, casi le hacía perder el control, pero se contuvo en el último momento. Tranquilo, pensó, tu calma es esencial para el éxito de esta noche. No la dejó hablar más, continuó besándola con ese instinto animal que tan bien le salía ahora. La cargó con facilidad, sin dejar de apretarla contra su cuerpo, y la tiró boca arriba sobre el sillón de piel. Se dió el lujo de detenerse, hincado como estaba también en el sillón, y terminar de desabrocharse la camisa. La mirada de ella exigía su cuerpo en ese instante, y le sonrió nuevamente, mientras se quitaba el vestido en un solo movimiento, liberando el olor que tanto le había enervado en la fiesta. Le encantaba su aroma. Se detuvo un momento, a olerla desde las clavículas hasta el ombligo. Ella le atrapó la cadera con sus piernas, y le jaló hacia sí. Estando totalmente debajo de él, le alcanzó a suspirar trabajosamente en el oído:

-Tómame.

De todas las frases que había escuchado antes, jamás creyó que una quedara tan bien como ésa. Dejó escapar su primera risa real de la noche. La que le asomó los colmillos de la boca.

-Hasta tu última gota.

Y le enterró su mordida en la yugular.


(Con cariño para Ma Elena Manero, por haberme presentado a un vampiro).

Absurdos de una noche de insomnio

¿Estás? O quizá deba decir: ¡Estás! Sí, estás, y yo estoy contigo, solo. Llegaste a tiempo para ver mi insomnio. Sigue aquí la noche; a veces cierro los ojos y de repente se ha ido, pero ahora no es así. La tierra se detuvo, llevo dormido años enteros y no me había dado cuenta, por eso ahora insisto en estar despierto. ¿A dónde es que vamos a dormir? Yo jamás he estado mientras te sueño. En algún lugar coincidimos todos, es un plano incierto de los hombres, un paréntesis donde todos morimos unas horas al día, para poder vivir un rato más. Y le llamamos dormir. ¿Será en tí, acaso? A veces, el amanecer te devuelve el pulso a las venas demasiado temprano. A veces se lo queda por siempre, y palpitarías ahora en cada rayo de luz. Esta vez el sol no se llevó mi pulso, preocupado como estaba de alcanzarte. Que hoy me odie, hoy (¿ayer?) somos tú y yo, Luna, nada más existe, la madrugada convierte al mundo entero en estatuas de cera. Vas a ser mía hasta que venga buscándote la mañana; qué me importa si no he muerto lo suficiente para vivir el día por venir. Qué importa si mañana el coloso en llamas quiere matarme de calor. Que haga arder mi carne, jamás te alcanzará como yo lo hago.

De un párrafo a otro, por favor espérame entre un minuto y cien años.

* * * * *

El eco de mi cráneo no tiene pausa, no me deja continuarlo mañana. Que pare, ya lo he dicho todo esta noche. Cada palabra. Mañana aún no existe (no existo) y las palabras se me están saliendo, quieren escapar a la mitad de mi muerte consciente, de mi despierto sueño. Se atropellan para huir, salir de mi labio y terminar evaporándose, como alcohol en el piso. Creo que el hueco que dejan es lo que me vuelve loco. Pero de verdad loco, idiota, catatónico. Me estoy quedando sin palabras, puedo sentir el temblor ciego de mi cuerpo mientras las digo todas sin articular nada. No soy el que duermo, son las palabras las que descansan y hoy no han dormido. Desesperadas, se avientan desde la infinita distancia entre mi boca y la sábana en mi cara. Te digo que lo he dicho todo esta noche, ha pasado por aquí cada palabra, pero no he hablado nada. Detente. Córtame los nervios un momento, tan sólo la espina dorsal, en lo que caigo igual que mis palabras, de mis labios a las cobijas sobre las que estoy, la caída que nadie ha visto hacia el recinto del sueño.

Manda decirte mi cabeza que estoy diciendo absolutamente nada.

* * * * *

Un suspiro; de derrota. Ya casi lo lograba, me faltaba desprenderme de mis ojos para atrapar mi sueño. Suéltalos, suéltalos, dije. Son sólo ojos, no hay nada aquí, mas que un cuarto vacío en la penumbra. El mundo será el mismo aunque te deje ir, suéltalo, suéltate un momento, déjate caer. De verdad que estuve a punto de lograrlo, tan sólo a unos suspiros. Pero en algo me equivoqué; mi cuerpo sintió el engaño, y quedé igual que al principio, Luna, sin poder atrapar a tu conejo blanco. Lo asusté.

Y toda la misma noche, el mismo triste cuarto, en penumbra las mismas cosas de siempre. Y tú, en el cielo, nadándolo. No quiero aceptarlo, pero apresúrate, que ahí viene la luz, me lo dijo mi pulso olvidado.

* * * * *

Vete, ahora sí ya tengo sueño. Ah, eres tú. Creo que ya lo sabes, sol, y por eso llegas con imprudencia. Pero aún así comenzaré a decírtelo como si no lo supieras: todo empezó ayer, cuando me metí mi mejor sobredosis de estrellas...

Siana

El termómetro dice treinta y ocho cinco. Lleva así varias horas, está de necio. Alguien, un espectro a medianoche me mordió el cuello, y me borró la marca de la piel con sus dedos, que apenas conserva. La herida sigue ahí, sangrando y ardiendo (por dentro), si bien ya no tiene a su cicatriz. Se terminaron hace mucho mis pañuelos, y me duelen todos los dolores que he tenido alguna vez, el recuerdo lo siento como si cada memoria pesara sobre la espalda. El doctor dijo que es una infección respiratoria fuerte, pero ni siquiera él ve al fantasma que me sigue todo el tiempo, que enchina mi piel entera cada vez que me besa y que me toca, cada que está al acecho. Son sólo escalofríos, cuerpo cortado, ardor en la laringe... dice mientras escribe una receta, pero a mí no me engaña, yo sé que fue un fantasma, un muerto buscándome algo que yo no tengo.

Llego a la casa, bastante menos que entero, y tu estás ahí, Siana, en el rincón, justo en donde sólo yo te veo. Tu voz, tu cuerpo curveado, tu piel azulada. No eres como las demás, de piel de cobre. Tu canto es distinto, tu diapasón es más terso. Cierro la puerta, lo nuestro es muy privado, es un secreto, es un dueto. Te tomo entre mis manos, sostengo tu piel lisa, de espejo. Mis dedos se mezclan en tus cabellos firmes, tensos, y te hago cantar lo que improvisa mi deseo. Eres mi consentida, Siana, cierro los ojos unos momentos y ya no hay fantasma ni síntomas, tan sólo mi cuerpo en ascenso, buscando el origen de tu voz, en algún lugar del universo. Recorro tu clavijero para que des el tono adecuado, tan sólo el correcto. Mi, La, Re, Sol, Si, y Mi de nuevo. Estoy seguro de que eres una mujer, escondida en algún lugar de tu cuerpo, como las lámparas mágicas, como un legendario amuleto. En el vibrar de tus cuerdas, en tu canto perfecto me quitas los escalofríos, el cuerpo cortado, el ardor, el espectro, el veneno. Ahí no existo, sólo soy el pedazo de música que sacamos de mi pecho en octavos, en cuatro sextos.

Guitarra linda, voz de mi sentimiento, Siana, Cyana, (de Cyan, como el cielo), mira pequeña, bonita, qué cosas me invento. Cállame ya, haz que te escuche declamar mi oído, mi ignorado silencio.

Sabía que estabas...

(Fragmento de Flores, mi primer cortometraje)

-Sabía que estabas enferma. Siempre supe que vería a tus ojos convertirse en vidrio, que sentiría cómo tu corazón se hacía solo carne, que tu cuerpo dejaría olvidado su calor en algún lugar, y que no me volverías a decir nada. Y nada podía hacer, mas que ver cómo te desangraba el tiempo. El tiempo es el hambre de la muerte, y lo devora todo, para ser devorada más tarde por el olvido. ¿Y qué es el olvido? El olvido es el vacío por donde cae el vacío. Lo sabíamos, y aún así desafiamos el orden del universo en nuestro inevitable querer. Míranos, dos personas jugando a que no saben que el mundo muere a cada instante. Jugando a la vida, pidiéndole misericordia al amor.-

Poema dicho por la Gladiola roja y dedicado a Alhelí,
en una noche estrellada bajo sábanas rojas.

La aventura de las siete

Era uno de esos lugares del mundo prohibidos, maléficos, que nadie se atrevía a visitar. Mas que él. No había visto tierra firme en varios días de travesía, tan sólo agua cristalina hasta donde el horizonte le revelaba. Hacía unas cuantas horas que ya no veía peces cuando se asomaba por la borda, y la marea había estado demasiado quieta, el sol demasiado callado. Sabía que el momento estaba cerca; todo estaba tan tranquilo, que incluso el bote parecía estar poniendo atención a algo fuera de lo normal.
Apenas y con un instante de ventaja, una forma borrosa bajo el mar le advirtió de la embestida. Desenfundó ambas espadas y escaló ágilmente el mástil, pero el monstruo fue más rápido que él. De varias decenas de metros de altura, una piel lisa y amarilla, y fauces anaranjadas, la criatura se impulsó fuera del agua con sus poderosas aletas y estrelló su dura cabeza contra la proa, rompiendo el bote a la mitad. El guerrero, encarando de frente a la muerte sin temor alguno, se empujó del mástil desfalleciente y saltó, con las armas en pose de ataque, hacia el animal que ya lo esperaba. Uno de los dos moriría en unos minutos, y no iba a ser él...

-Carlitos, amor, ya salte de la tina, ya estuviste ahí mucho tiempo. Destapa la coladera y no olvides secar tu pato y los demás juguetes.

-Ay mamá, cinco minutos más...

Son extraños esos días...

Son extraños esos días de absoluta soledad.

Todo se ve ausente y distante. Las cosas alrededor retienen la respiración cuando te escuchan venir de lejos, intentando fingir que no te han visto; el piso bajo tus pies, la gente, las plantas, el sol. Las paredes no, ésas se mueven discretamente. A veces se cierran, y dan la impresión de un cuarto minúsculo, o a veces se alejan y hacen el lugar demasiado grande. El mismo tiempo desvía la mirada y finge estar ocupado en sus asuntos, de ahí que esos días se estiren y te estiren el alma.

Los pensamientos también se hacen largos esos días; se desgastan de más, como una liga que ha sido deformada, y quedan colgando, al borde de los dominios abstractos donde habita mi esencia.

Esos días, como hoy, estoy muy molesto. Traigo una lengua viscosa y fría que me lame la piel desde adentro, la sensación de que al menos hasta mañana no me interesa el mundo: Que hoy se muera más gente, que no se termine una guerra cruel, que alguien piense que no lo quiero; hoy simplemente no me interesa. Voy a manipular mi piel como plastilina, y cerrarme todos los huecos, cada poro y cada orificio; voy a coserme la boca con hilo y voy a hacer una sola masa con mis ojos y mis oídos, los voy a hacer bolitas para echarlos al rincón. Hoy no hablo ni veo ni escucho, me pienso atrincherar, voy a hacer mi fortaleza bajo la epidermis. Así que, si me ves, no gastes tu tiempo conmigo. Hoy soy una hoja en blanco. Hoy soy algo que existe secamente, así como las palabras en el diccionario.

Odio esos días (como hoy), porque no estoy ni conmigo mismo.

Juan Meyer

¿Dónde estuviste hoy?
Me has hecho falta todo el día.
Pensé que te escucharía
decir "Aquí estoy,
abajo, en la cocina;
vete por bolillos y mantequilla.
Vas a aprender algo chingón.
Te voy a enseñar, pon atención,
una receta de nuestra familia."

Recuerdo el Ayoli y tu coco pelón;
aún recuerdo la Peperina
y tus otras lecciones de futbol
(pero no el soccer, ese no,
ese era para las niñas).

Recuerdo el anillo turco que te armé yo.

Aún suena, a veces, tu alegría
y el eco de tus gestos llenos de amor.
Tus anécdotas, tus fechorías,
los billetes doblados en partecitas
que me metías de a huevo, en el pantalón.
Las cebollas que te comías a mordidas,
los chistes mensos con que reías
y tus consejos sabios, tu perfección.

Bigotudo, viejo panzón,
¿A dónde te fuiste con tu tumor?
Dijiste que volverías
a menos que la operación
o el sarcoma pidiera tu vida.
Juraste que nos hablarías
cuando te subiste a ese camión.

Seguramente moriste,
seguramente te derrotó.

Ese día te irías
sin darnos más información.
No tenemos ni tu dirección.
Sólo un par de fotografías,
el nombre de tu otra esposa y tus otras hijas.
Fue tu dogma la discreción,
el secreto; la lejanía.

Accedimos a tus tonterías
y a tu tumor que crecía
bajo el cráneo, bajo tu razón.
Y ya no sabemos si respiras,
o si quedaste loco; o hecho cenizas,
o en un panteón.

Así que contéstame, viejo cabrón.
Blasfemia, herejía,
maldito traidor;
sangre hermosa y mía,
pedazo de mi corazón,
remedio de mi dolor,
agua de mi sequía,
objeto de mi pasión:
¿Dónde te grito mi poesía?
¿En dónde te lloro mi despedida?
¿A dónde voy
para decirte que te quería,
que te quiero y que te daría mi calor
entero, que te compartiría cada día de mi vida
para que salieras sonriendo del cajón?

Abuelito, me vas a hacer falta cada uno de mis días.
Adiós.